A los 73 años, a Antonio Martínez la vida le guardaba un quiebro inesperado. Hace poco más de un año, este productor de café del centro-sur de Honduras tuvo que desistir de invertir en su finca: dejó de abonar y de fertilizar, y rebajó la contratación de trabajadores para la época de corte. Lo más parecido, reconoce, a dejar los cafetos abandonados a su suerte: si antes producían 600 quintales al año, ahora solo rinden 200. “Los precios son tan bajos que no tenemos manera de sostenerlos: no hay dinero para fertilizantes y no puedo asistirlos como merecen”, dice. Es un círculo vicioso: el declive de precios lleva a menor inversión, la menor inversión desemboca en menor producción y la menor producción, vendida a precios cada vez más bajos, acaban en ingresos menguantes.

Para compensar la pérdida de ingresos, Martínez compró “dos vaquitas”, pero su rentabilidad dista mucho de la que conseguía solo cuatro años atrás, cuando vendía el café al doble de precio que hoy y el fertilizante y el combustible aún no se habían disparado. Su yerno, Javier Aguilera, dueño de una finca de dos hectáreas en Marcala, cerca de la frontera con El Salvador, también está a punto de tirar la toalla por idénticos motivos. “Seguimos”, dice por teléfono, “porque no tenemos otra alternativa y cultivamos café desde que éramos niños, no porque sea rentable. No sabemos hacer otra cosa, pero quien se gana el dinero es el intermediario y el exportador”.

Martínez y Aguilera representan la cara más amarga de un sector, el cafetalero, que pese al crecimiento sostenido de la demanda y la eclosión de las cafeterías gourmet en las principales ciudades del orbe, atraviesa la peor crisis de precios desde la debacle de hace casi dos décadas. El futuro de millones de pequeños cafetaleros como ellos se juega estos días en tres capitales financieras a miles de kilómetros de distancia de sus explotaciones, en la Bolsa de Nueva York, donde pese a una ligerísima recuperación en las últimas semanas el grano cotiza en mínimos de 13 años arrastrado por la sobreoferta. La cosechas récord en Brasil, aupadas por una creciente tecnificación y un tipo de cambio favorable, y la fulgurante irrupción de Vietnam, que en 30 años ha pasado de ser un actor irrelevante a suministrar casi la quinta parte de la oferta mundial gracias a la mano de obra barata, emergen como los principales factores de este desnivel entre oferta y demanda. Este año, subraya Erick Quirós, técnico del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), será el tercero en el que la cosecha global supere al apetito de los consumidores.

En la adversidad la creatividad tiende a imponer su ley. Y ese desequilibrio en el mercado, que no tiene visos de terminar pronto —“en muchos otros países habrá una caída de la producción en las próximas cosechas, pero será insuficiente si Brasil sigue creciendo”, apunta Carlos Mera, de Rabobank— ha llevado a importantes voces del sector a proponer índices alternativos de cotización a Nueva York. “Ha dejado de ser el referente de los cafés suaves lavados y ahora refleja el precio del café brasileño”, critica el responsable de la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia, Roberto Vélez, que reclama un precio base de dos dólares por libra como única vía para que los productores tengan un ingreso justo. En las últimas semanas también sobrevuela la posibilidad de que algunos de los principales exportadores mundiales creen un cartel, al estilo OPEP, para frenar el descalabro. Sería un alivio, sobre todo, para países como Honduras o Colombia —para los que supone la tercera parte de sus exportaciones—, pero su puesta en marcha parece lejana. Y sin un aumento de la productividad de estas pequeñas fincas, subrayan al unísono los especialistas consultados, poco podrán hacer en un mercado cada vez más globalizado.

UNA SALIDA AL RUIDO DE LAS PISTOLAS

CATALINA OQUENDO (MISTRATÓ, COLOMBIA)

En otras épocas, por las empinadas montañas de Mistrató (Risaralda, Colombia), bajaba la muerte de mano de los grupos armados. En otros tiempos —no hace mucho— en este pueblo ubicado en la cordillera occidental de Colombia, hubo loros y árboles de arrayanes. Hace ya 15 años, cerca de 7.000 personas fueron víctimas de desapariciones y homicidios; se desplazaron cerca de 2.000 habitantes y el municipio entero fue declarado víctima del conflicto armado colombiano. Un pueblo de café que se quedaba sin gente que lo cultivara.

Eran otros tiempos, dice Arturo Marín Pérez, integrante de la Asociación de Productores de Café de Alta Calidad de Mistrató, Asojardín, que reúne a 157 campesinos, de los cuales un 70% ha sido víctima de algún tipo e intentan exportar café de calidad como una forma de pasar esa página del pasado.

La postal de hoy es sin duda mejor. Ahora, sin embargo, el temor de la guerra se cambió por la preocupación de los bajos precios del café, que los tiene cosechando a pérdida. Es momento de “traviesa” o “mitaca”, como llaman los campesinos a la recolección secundaria, y todos esperan la cosecha de octubre; hablan de una helada en Brasil y de cómo los vaivenes de la Bolsa de Nueva York afectan a su trabajo.

“Estados Unidos es el mayor consumidor mundial y Brasil, el mayor productor, y entre ellos dos han manipulado los precios con la Bolsa. Yo pienso, ombe, que nos dejen a nosotros negociar nuestro café directamente con los compradores a nivel internacional”, dice Marín con su sombrero bien puesto y un poncho perfectamente doblado sobre su hombro izquierdo. Fue sastre, crió a sus hijos “en medio de la guerra”, ya exportó su café a Japón y ahora está convencido de la fuerza de la asociación de caficultores.

Está rodeado de mujeres que secundan su idea. Son Omaira Cardona, Aleida Parra y Luz Dary Posada, del comité de mujeres caficultoras que decidieron recuperar sus tierras y ser ellas y no solo sus esposos, los dueños de las cosechas. Todas escaparon de alguna forma a la guerra por parte de las guerrillas de las FARC y el ELN; y de los paramilitares, o vieron morir a amigos y familiares.

En 2017, la Unidad para las Víctimas de Colombia hizo una reparación simbólica a todos los habitantes de Mistrató y, como parte de ella, les entregó un centro de almacenamiento y embalaje de café, que hoy administran jóvenes como Rodrigo Muñoz. Están preocupados porque muchos jóvenes dejan el campo y por eso crearon un grupo de Empalme Generacional, que atrae a los muchachos enseñándoles cata y barismo (un barista es un profesional especializado en el café de alta calidad, que trabaja creando nuevas y diferentes bebidas basadas en él).

“Yo tengo la ilusión de dedicarme siempre al café y no irme a la ciudad, pero la verdad es que trabajamos a pérdida. Uno a final de año coge la cosecha, paga las deudas, vuelve a quedar pelado y así sucesivamente”, dice Muñoz.

La situación no está fácil, admiten. “Los precios bajan pero los fertilizantes siempre suben. Mucha gente está pasando por dificultades porque no tienen otros ingresos y se endeudan para comprar su comida. A mí, a veces, me dan ganas de plantar árboles en la finca y dejar el café”, dice Omaira Cardona. Abandonar el café por otros cultivos es precisamente una de las estrategias de supervivencia de muchos caficultores en Colombia. En otras zonas, algunos convierten sus fincas en hoteles para turistas.

Pero mientras pasa la crisis, los integrantes de Asojardín siguen trabajando en su marca de café Arrayanes y están escuchando propuestas para comercializarlo en el exterior.

El otro camino al éxito o, cuando menos, a la supervivencia, es el seguido por Iván Vásquez, de 49 años, que en 2015 compró un cafetal arrasado por una enfermedad que ha golpeado duramente al sector, la roya —que reduce drásticamente los rendimientos—, en Marcala (Honduras) y que logra vender su café de especialidad al triple de la cotización en el parqué. Su secreto: apostar solo por variedades de alta calidad, un banco de semillas parcialmente inmunizadas ante el hongo que causa la roya y la relación directa, sin intermediarios, con sus clientes, pequeños tostadores europeos. “Pase lo que pase en el mercado yo tengo un precio de venta ajeno. Si te concentras en tener un producto diferenciado, te va bien”, asegura.

El epicentro de la crisis está en el cinturón del café, una franja entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio donde se concentra el grueso de la producción. Pero el impacto es asimétrico: Centroamérica, donde la mayoría de cafetales son familiares, es la región más golpeada. Allí, la tormenta es casi perfecta: a la crisis de precios se ha sumado una persistente sequía y la enfermedad de la roya, una vieja conocida, pero que en el último lustro ha golpeado con especial virulencia. Ambas se han convertido en uno de los factores detrás de la emigración hacia EE UU.

El hijo de Antonio Martínez fue uno de los que lo dejó todo hace poco más de un año, cuando la crisis ya arreciaba y las posibilidades de salir adelante con el café eran mínimas, para marcharse con su familia al país norteamericano. Una historia que se repite en otros países de la región como Guatemala. “El pequeño productor que sigue lo hace porque no le queda otra, no porque sea rentable”, resume Félix Pozo, técnico en Nicaragua de Procagica, un programa regional para hacer frente a la roya. “El productor es la parte más débil de la cadena de valor: la producción de café tiene sus raíces en un sistema colonial que aprovechó tierra y la mano de obra de bajo coste para generar materia prima que después se procesa en el punto de consumo”, completa Ric Rhinehart, que acaba de dejar la dirección de la Asociación de Café de Especialidad de EE UU para comandar un grupo de trabajo que buscará soluciones a la crisis de precios. “En su mayoría son pequeños propietarios con fincas de unas pocas hectáreas, con poco o ningún acceso a financiación y en países en los que la infraestructura está poco desarrollada”.

Más allá de la debacle puntual de precios hay una dinámica de fondo mucho más dañina para el eslabón más débil de la cadena productiva: los 25 millones de familias que venden el grano verde en todo el mundo, 13 de ellos en los principales países cafetaleros latinoamericanos: México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Panamá, República Dominicana, Jamaica, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia y, sobre todo, Brasil, origen del 37% de la oferta global. Están en clara desproporción de fuerzas frente a los agentes más poderosos de la cadena, “que con una posición dominante imponen un precio artificialmente bajo”, apunta Fernando Morales, de Café for Change, una plataforma desde la que denuncia la situación. Morales ilustra su discurso con un dato: en junio el precio de cotización llegó a ser de menos de la cuarta parte de lo fijado por el Convenio Internacional del Café de 1983—con las cifras ya ajustadas por la inflación—. “Para cumplir ese acuerdo, el precio debería superar hoy los 3,6 dólares por libra”, sentencia.