El ron pasa de mano en mano y los chicos de la calle Neptuno en Centro Habana van “calentando el pico”. Hablan sin parar.
Son seis trabajadores de entre 23 y 25 años. Tres son negros, dos mulatos y uno blanco. Todos terminaron la escuela secundaria y, algunos, carreras terciarias.
A la tarde, cuando vuelven del trabajo, se juntan en la esquina “a ver qué inventamos“. Inventar y resolver son los verbos más usados en Cuba. Significan “sobrevivir”, una dura tarea cotidiana en esta isla desde hace 60 años y mucho más.
El Ron Planchao-Silver Dry, que va de boca en boca, viene en una cajita de cartón de 250 milímetros y se consigue a 1,10 peso convertible (1,35 dólar), el más barato del mercado. “El que inventa mejor ese día, paga el ron”, explica Dismel con una sonrisa cómplice.
—¿Qué futuro ven para ustedes acá en Cuba?
—Ninguno —es la palabra que repiten los seis.
“Esto era el paraíso para nuestros abuelos y se convirtió en un infierno para nosotros“, larga Alex. “Bueno, chico, no pa’tanto. ¡Es un infierno con playas y muchachas!“, responde Reinier entre risas. “Si, es un paraíso con rejas“, remata Alejandro.
Los universitarios ven la situación con un poco más de perspectiva pero con el mismo ahogo. Daymaris, una estudiante de medicina, que encuentro cerca de la facultad, es un buen ejemplo de los que critican pero reconocen algunos logros.
“A la Revolución le tenemos que agradecer la posibilidad que nos da de estudiar gratis.Mi abuelo era un guajiro (campesino), mi padre fue un trabajador industrial y yo voy a ser una médica.
Eso no se consigue en tres generaciones en cualquier país. Pero para llegar a este punto hubo que hacer mucho sacrificio. Todos hicimos grandes sacrificios. Yo era pequeña, pero me acuerdo de la falta de comida, electricidad, transporte, todo.
Bueno, ahora nosotros queremos vivir mejor. Tiene que haber una vida mejor. Estamos bien agradecidos pero creemos que tenemos el derecho a estar mejor. ¿Con Raúl? ¡Pero si aquí no ha cambiado nada!“, me cuenta Daymaris mientras caminamos hacia la calle 23, donde tendrá que esperar “la guagua” (el colectivo) para regresar a su casa en el barrio de Playa.
La tercera vez, fue cuando Barack Obama hizo la primera visita de un presidente estadounidense a Cuba después de sesenta años para intentar recomponer una relación a través de la “diplomacia del béisbol”. La excusa era “un juego de pelota” entre los Mantarrayas de Tampa Bay y la selección cubana. Ya se había estabilizado la economía y todos hablaban de una segura apertura. En ese momento, en un fantástico departamento con vista al mar verde habanero, encontré a Hugo Cancio, un buen ejemplo de los nuevos emprendedores que empezaba a generar la “nueva economía”. Había salido del país en el famoso éxodo del puerto de El Mariel en abril de 1980. Treinta años más tarde, vive entre Miami y La Habana haciendo negocios y asegura que “en la nueva Cuba hay lugar para el entendimiento y la cercanía en todos los sentidos“. Cuando se enteró en el 2010 que Raúl Castro lanzaba una reforma económica en la isla, fundó la compañía Fuego Enterprises y comenzó a buscar socios. En unas horas tenía el dinero para comenzar por medios de comunicación y entretenimiento para pasar en poco tiempo a las transacciones inmobiliarias. Hoy tiene una muy exitosa publicación de negocios que se llama “On Cuba” –editada en papel en Estados Unidos y on-line para la isla- y otra revista dedicada a los inversionistas de obras de arte y desarrollos edilicios. Cuando le pregunté a Cancio cómo iba a ser la Cuba que viene me dijo que será una mezcla tan buena como la del mojito. “No será como Vietnam pero tampoco como Puerto Rico. Cuba se parecerá al modelo de país que los cubanos todos seamos capaces de construir y defender. El país se parecerá a los cubanos, tanto los de adentro como a los de fuera”.
Estos nuevos emprendedores surgieron como hongos entre las fantásticas casas habaneras de principios del siglo veinte con fachadas italianas, españolas y francesas. Los “paladares”, esos restaurantes que habían aparecido quince años antes y que funcionaban en casas de familia entre abuelas en mecedoras y niños corriendo al perro, ahora ya eran magníficas terrazas con vista al Malecón y menues sofisticados. En esos días para ir a los mejores, como el VIP, donde Cancio tiene una paella con su nombre, o al Lauren en un quinto piso de la calle 21, había que reservar con al menos una semana de anticipación. También había explotado el alquiler de habitaciones y departamentos. El economista Omar Everleny calculó que en los últimos tres años se sumaron 18.000 camas para acomodar turistas. Eso equivale a 31 hoteles como el famoso Habana Libre de 20 pisos. Hasta el exitoso sitio de alquiler Airbnb comenzó a operar con unos departamentos espectaculares en La Habana y las playas de Varadero y Cayo Coco. Turistas no les faltaban en ese momento. El sector había aumentado oficialmente un 17% desde el año anterior. Los estadounidenses aprovecharon la flexibilidad de las restricciones para viajar. Ese año habían llegado a La Habana más de 140.000. Parecían “japoneses en julio” por París. A la puerta del hotel Capri, que guarda el estilo retro de los cincuenta, llegaba cada mañana un convoy de Chevrolets, Fords e Impalas de 60 años de antigüedad y en un estado impecable, para llevar a un numeroso contingente de paseo.
Unas 500.000 personas, el 10% de la fuerza laboral cubana, ya trabaja alrededor de esta industria como “cuentapropistas”. Y al menos otro medio millón hace negocios aledaños como acercar gente a los “paladares”, vender cigarros que “se caen” de las fábricas estatales, convertir un viejo auto en un taxi de lujo o cantar el “guantanamera” por milésima vez en cualquier lado que un turista se pare a tomar agua o a comer algo.
Obviamente que todo esto crea una expectativa que recalienta la economía. En Cuba siguen conviviendo dos monedas, la del peso cubano y la del peso convertible o CUC que vale 25 veces más. Y, por supuesto, todo se mueve en CUCs, que cotiza más que el dólar (casi 1,20). El PBI del país creció en 2016 un magro 1,3% aunque para se prevé llegar al doble si el deshielo con Estados Unidos mantiene este flujo de negocios. En el Banco Mundial calculan que no será posible ese crecimiento sin una inversión de al menos 2.500 millones de dólares. Y sugieren observar muy de cerca el déficit del presupuesto que el año pasado se duplicó hasta llegar a más del 6% del PBI.
Algo de todo eso ya está en marcha. El proyecto más ambicioso sigue siendo el nuevo puerto de El Mariel construido con financiación y técnicos de Brasil. Decenas de empresas europeas y estadounidenses esperan el permiso para operar allí. La empresa hotelera alemana Kempinski está construyendo un enorme cinco estrellas en lo que fue la histórica Manzana de Gómez, donde en 1910 funcionó la primera gran tienda cubana. A la vuelta de la esquina de ese lugar avanza el Hotel Packard y alrededor de toda la Habana Vieja se están restaurando casas con dinero de familiares que envían desde Miami. En Varadero, la fabulosa playa a una hora y media de La Habana, los británicos de London & Regional tienen planes de construir La Carbonera Club, un desarrollo de mil residencias con un campo de golf de nivel internacional. Y, obviamente, las cadenas de hoteles estadounidenses como el Hilton quiere regresar más allá de su mala experiencia cuando le confiscaron los negocios con la revolución del 59. Pero la perla del Caribe es el puerto de La Habana. “Es el embrión de la capital y del país”, asegura José Choy López, un arquitecto de la Unión de Artistas y Escritores que está a cargo de la transformación del que los conquistadores españoles consideraban “el mejor puerto de América” y donde construyeron la fortaleza del siglo XVI que aún está en pie. Por donde pasaron los galeones repletos de oro y plata para la corona española ahora quieren armar un complejo habitacional-cultural del tipo de Puerto Madero. El famoso arquitecto Frank Gehry viajó varias veces en un yate de su propio diseño para presentar proyectos de reconstrucción. “Dijo que tenía una visión para ese lugar y quería conversarla con el (entonces) presidente Raúl Castro. La Habana es ahora la mejor torta y todos quieren un bocado“, explica uno de los ingenieros cubanos que conoce algunos de los secretos de todo este proyecto.
“Esto se está poniendo como en cualquier otro lugar del mundo. Unos pocos se hacen ricos y los otros la miramos desde el Malecón, como lo venimos haciendo desde hace 60 años“, lanza Emelinda, una profesora jubilada con la que converso mientras caminamos por el Paseo del Prado habanero. Allí cerca, hay uno de los pocos lugares donde los cubanos se pueden conectar a Internet. Tienen que hacer una cola, siempre larga, para comprar una tarjeta de 2 CUC (el 20% del salario mensual de un empleado estatal) por una hora de servicio y luego intentar comunicarse con una enorme lentitud. El viernes, un matrimonio con sus tres hijos pequeños estaba tratando de comunicarse con una abuela que vive en Miami y ese día cumplía años, todos sentados en las escalinatas de la parte de atrás del complejo Habana Libre. “Es muy triste tener a mi mamá lejos y encima que mis hijos no puedan darle un beso aunque más no sea por la pantalla. Estábamos dándole el primer saludo y se cortó“, cuenta Emilia entre lágrimas y abrazada de su hija de siete años. Esta escena se repite por toda la ciudad. Algunos, descubren una señal que sale de algún ministerio u oficina estatal y se instalan en lo que los cubanos ya llaman el “Internet del cordón“, que es donde se sientan a chatear. “La economía tiene que mejorar y también las condiciones de alguna gente pero no podemos ignorar nuestros principios porque sino esto será un tsunami de capitalismo que se llevará la isla”, contesta a las protestas, Luis René Fernández, profesor de la Universidad de La Habana.
La visita de Barack Obama en marzo de 2016 trajo una enorme esperanza en Cuba. Desde el avión, el presidente estadounidense envió un tweet con el que “se compró” a los cubanos. “¿Qué bolá Cuba?“, una expresión popular para preguntar “¿Cómo está Cuba?”, rompió el hielo. A partir de ahí fue una sucesión de las mejores intenciones de las dos partes.
No podía ser de otra manera. Fue todo salsa durante las dos horas previas. Decenas de olas humanas. Y mucha gente bailando y disfrutando del sol tenue que arropaba el Estadio Latinoamericano. Hasta que de pronto los innumerables guardias de seguridad se pusieron tensos y la multitud hizo un pequeño silencio para estallar con la entrada de los presidentes Barack Obama y Raúl Castro. La diplomacia del béisbol tenía su escenificación perfecta.
En el campo, los equipos de la selección cubana y el de Grandes Ligas Tampa Bay Rays, de Florida, pasaban casi a un segundo plano. Obama, de camisa blanca, anteojos de sol y mascando chicle, parecía un estudiante universitario en su día libre, junto a su esposa Michelle y sus hijas Malia y Sasha, todos distendidos y muy divertidos. Charlaban entre sí y con los que estaban sentados en los asientos aledaños, hacían la ola y todos reían como si estuvieran montados en un carrito de la montaña rusa de Disneyworld.
Raúl Castro tampoco paraba de hablar y hacer comentarios a Obama, su esposa y sus ministros. Se había permitido sacarse la corbata pero mantuvo su saco azul. Obama había dicho un rato antes en su discurso del teatro Gran Habana que había llegado a Cuba para enterrar la Guerra Fría. Ahora, estos dos amigos de palco mostraban que el cajón ya está en tierra y apenas habrá un período modesto de duelo para algún nostálgico. La diplomacia del béisbol lo hizo posible.
Hasta que llegó Donald Trump. Desconoció todos los acuerdos. Profundizó el embargo. En Cuba también hubo un cambio importante. Raúl Castro dejó el puesto de presidente que dejó en manos de su delfín Miguel Díaz-Canel. El hermano de Fidel se quedó al frente del Partido Comunista para cuidarle las espaldas. Pero Díaz-Canel no es un Castro, no es un intocable. Y comenzó a recibir golpes públicos como nunca antes se habían visto en la historia de la revolución. Tuvo que dar marcha atrás a las nuevas regulaciones para aumentar el control sobre el sector privado, suavizar un decreto que legaliza la censura al arte independiente y retiró del proyecto de Constitución –que se está discutiendo en la isla y va a ser sometido a un referéndum- un artículo que abría el camino al matrimonio igualitario por presiones de las iglesias católica y evangelista. También algunas medidas a la desesperada como la de repatriar a todos los médicos que estaban trabajando por acuerdos con Brasil en repudio al nuevo gobierno de Jair Bolsonaro o la liberación del mercado de pases de jugadores de béisbol. “Al reconsiderar las regulaciones que gobiernan el sector privado y hacer concesiones a los artistas en el decreto ley que regula las artes, el gobierno mostró una respuesta a la presión pública organizada que no tiene precedentes”, dijo William LeoGrande, profesor de la American University, al diario Miami Herald. “Esta respuesta pragmática indica la flexibilidad del gobierno y también su reconocimiento de que la Cuba de 2018 no es una en la que la gente simplemente acepte lo que las autoridades dicten”.
Y eso ya comienza a verse claramente en pequeñas e inéditas protestas. A diario se publican videos de las enormes colas para comprar pan o carne. Los choferes de taxis privados hicieron una “huelga de brazos caídos” por las nuevas medidas regulatorias. También se notó el descontento con las medidas que limitan las licencias para los trabajos privados como plomeros o electricistas o el número de mesas que pueden tener los paladares. Y la economía no despega. Este es el análisis que hace el economista Pavel Vidal Alejandro en OnCuba News: “Este año el crecimiento económico nuevamente quedará por debajo del plan oficial. Desde el tercer trimestre el gobierno cubano ajustó la meta de 2 por ciento a 1 por ciento, después de obtenerse un crecimiento de 1,1 por ciento en el primer semestre. Se sabía que este iba a ser un año complicado para sectores claves como el turismo y la industria azucarera, y para el sector exportador en general. Se sabía que este año el entorno económico iba a ser desfavorable y que iba a ser difícil encontrar impulsos al crecimiento debido a las secuelas que dejó el huracán Irma en la agricultura, a los problemas por los que sigue atravesando Venezuela (a pesar del aumento en el precio del petróleo), y debido al efecto de las medidas de la Administración Trump sobre el arribo de visitantes. A ello se le une una situación financiera nacional que todavía no se recompone y que obliga a mantener contraídas las importaciones”.
A pesar de todas estas penurias, la revolución eterna sigue firme como cuando todo comenzó en la madrugada del Año Nuevo de 1959. Los milicianos del Segundo Frente Nacional del Escambray comandadas por Eloy Gutiérrez Menoyo entraron a La Habana. Al día siguiente llegaron las tropas del Movimiento 26 de Julio comandadas por Camilo Cienfuegos y el Che Guevara y ocuparon el Palacio Presidencial. Simultáneamente, Fidel Castro entró triunfante a Santiago de Cuba, declarándola capital provisional de Cuba. La revolución se había instalado con enormes esperanzas para todos los militantes de la izquierda y los antiimperialistas del mundo; y desazón de los que ya intuían que los guerrilleros iban a terminar en las garras de la Unión Soviética. Esa división se vivió muy particularmente en América Latina, donde desde entonces partió las aguas: o se estaba a favor de la revolución o en contra; en el medio, nada. Sesenta años más tarde, ya todo es más flexible. La disidencia es enorme y aparecen los matices entre los propios defensores del régimen. Cuba sigue siendo hoy, sesenta años más tarde, la piedra en el zapato de todo el continente. Incomoda a todos. Divide. Y sigue enamorando a los que creen que, al menos, tienen zapatos para quitar la piedra.