Cuando las cifras se lo permiten, a los políticos les encanta alardear de crecimiento. Para la mayoría, un producto interior bruto (PIB) sano y robusto significa que la economía marcha bien, lo que se traduce en que el país va bien y que, por ende, los ciudadanos están bien, todo por obra y gracia de sus sagaces políticas e impecable gestión.
Pero la realidad es un poco más complicada, ya que esas cifras macroeconómicas no siempre informan sobre la prosperidad real de las personas. Es lo que sucede cuando, por ejemplo, a un PIB alto le acompaña un aumento en la desigualdad social, de la corrupción o de la degradación del medio ambiente, entre otros muchos factores.
Por eso, hay expertos que abogan desde hace tiempo por priorizar las mejoras de la calidad de vida individual frente a los indicadores económicos. Son economistas como el premio Nobel Michael Spence, que en el 2016 ya dijo a la revista The Atlantic que, a la hora de legislar y planificar, “nos beneficiaríamos más de un enfoque multidimensional que capte las cosas que a las personas les importan”, tales como la salud, una buena oferta de ocio o la sensación de seguridad.
El reino de Bután ya institucionalizó en el 2008 el “índice de felicidad nacional” en su Constitución
Pues bien, en Nueva Zelanda le han hecho caso, hasta el punto que, hace unas semanas, el Gobierno liderado por la laborista Jacinda Ardern presentó su primer “presupuesto del bienestar”. Con él, la mandataria y su equipo defienden cambiar el enfoque tradicional basado en un análisis de coste-beneficio “cortoplacista” a uno centrado en áreas en las que el país tiene “grandes oportunidades para mejorar el bienestar” general de sus 4,8 millones de habitantes. En la práctica, eso significa que todos los gastos nuevos –que representan una parte del total– deben promover una de las cinco prioridades del Gobierno: mejorar la salud mental, reducir la pobreza infantil, abordar las desigualdades que sufren los indígenas maoríes, prosperar en la era digital y transitar a una economía medioambientalmente sostenible y baja en emisiones.
En esta ocasión, las buenas intenciones están respaldadas con partidas presupuestarias como los 878 millones de euros destinados a programas para cuidar la salud mental y combatir las adicciones, otros 580 millones para aliviar la pobreza infantil o 185 millones para la violencia sexual y familiar. Estas “cuentas del bienestar” llegan en un momento bueno para el país, cuyo PIB se expandió un 2,8% durante el año 2018 y de la que el FMI espera que siga creciendo a un buen ritmo durante los próximos ejercicios pese al contexto de ralentización global y de guerra comercial entre Estados Unidos y China.
La mandataria defiende cambiar el enfoque tradicional basado en un análisis de coste-beneficio
Nueva Zelanda no es el primer país en tomar pasos en esta dirección. En el 2008, el pequeño reino de Bután ya institucionalizó el “índice de felicidad nacional” en su Constitución para guiar las políticas de su gobierno, y ex mandatarios como el británico David Cameron o el francés Nicolas Sarkozy abogaron en su momento por priorizar como criterio el bienestar frente al PIB. Sin embargo, este país oceánico sí que es el primero en aprobar un presupuesto centrado explícitamente en torno al concepto de bienestar, “un ejemplo que el resto del mundo puede y debe seguir”, aseguró Jason Hickel, de la Escuela de Economía de Londres.
Pero donde sus defensores ven un ejemplo de vanguardia social, sus detractores vislumbran tan solo retórica carente de fondo. “Nos enfrentamos a importantes riesgos económicos durante los próximos años, pero este Gobierno se está centrando en hacer una campaña de mercadotecnia”, criticó Amy Adams, legisladora del opositor Partido Nacional.