MADRID — Sigo creyéndolo: que una persona deba poner en marcha una tonelada de plásticos y latas para ir a ganarse el pan o a comprar el pan o a buscarse un apaño es uno de los grandes fracasos de nuestra civilización; modo brutal del despilfarro, una torpeza extrema.
Pero también es cierto que es una de esas formas paradójicas en que nuestras sociedades produjeron la necesidad de lo innecesario que parece volverse indispensable: millones de personas que ganan, gastan, sobreviven —y hacen que otros millones ganen, gasten, sobrevivan— porque les pagan por diseñar cada trozo de esas máquinas, fabricarlas, ensamblarlas, venderlas, cuidarlas, repararlas, asegurarlas, controlarlas, aparcarlas, alimentarlas con esos fósiles que yacen bajo tierra y se refinan, transportan, venden, especulan, provocan guerras.
Para eso —para que los coches ocupen el lugar que ocupan en el circuito de las economías— hubo un proceso largo desde que, hace un siglo, un protonazi estadounidense inventó el fordismo y decidió que trataría de venderlos baratos a cuantos más mejor y nos cambió la idea de ciudad.
Nuestros espacios, nuestras vidas, son ahora la secuela de esa idea. Funcionó: en estos días, dicen, circulan por el mundo más de mil millones de automóviles. El coche, que todavía en mi infancia era puro privilegio —“¿uy, en serio tu papá tiene?”—, se volvió tan común, en nuestros países más ricos, como una buena tele o el odio por los extranjeros. Para transportarse, por supuesto, pero también para decir que uno es alguien, quién es, esas marcas tristes de las marcas. Si salir a la calle lastrado por una tonelada de lata y plástico es un fracaso civilizatorio, salir embutido en cientos de miles de dólares es una provocación que algún código debería definir.
En cualquier caso el coche no se para. Y en nuestros países sobresaltaditos, donde se van formando y deformando las tan mentadas y mentidas “clases medias”, se ha vuelto el objeto aspiracional por excelencia —y sus ciudades se están convirtiendo en monstruos desmayados, asfixiados por las toneladas de toneladas de plásticos y latas—. Así estábamos —a cuatro ruedas, rodando rodando— hasta que llegó la mugre y mandó parar.
Porque está claro que los coches ensucian: poluyen, humean, humanean. Y cuando son muchos, obvio, mucho más. Los coches, metáfora de tanto, también funcionan como gran ejemplo de una civilización que solo puede funcionar si solo la usan unos pocos. Si todas las personas consiguieran comer la carne que comemos los europeos, la Tierra se quedaría en los huesos; si todas quisieran usar la misma cantidad de ropa, seríamos jirones. La condición básica de nuestras formas de consumo es que muchos no consuman, y la democratización de los coches lo puso en evidencia, y en peligro al famoso medioambiente. Así que los que más y mejor podemos preocuparnos por él —los que comemos bien, vestimos bien, vivimos tranqui, aceleramos— empezamos a buscarle soluciones: no podía ser que nuestras ciudades se volvieran intransitables tóxicas por ese aumento de la igualdad en el consumo.
Cundió el lógico pánico. Se reunieron y debatieron cráneos, militantes, comités, niñas rubias, todos muy bien intencionados, y barajaron soluciones. Ya hace unos años que empezaron a intentarlas: la obligación de pagar un ticket caro para entrar al centro de ciertas ciudades, como Londres, Milán o Estocolmo, o la opción del “pico y placa” por la cual —en México, Lima, Bogotá— cada día de la semana solo se pueden usar los coches cuyas patentes no terminen en tal o cual número —que los ricos solucionan teniendo más de un coche con diferentes números—.
Es lógico, bien ecololó: para salvar el medioambiente —para salvarnos de la suciedad de nuestro medioambiente— había que mantener fuera de los centros de las ciudades, los focos de su concentración, a los coches más sucios, más dañinos. Madrid Central, con su zona de exclusión producto del gobierno anterior dizque progre, es el mejor ejemplo. Barcelona, con un gobierno más dizque todavía, acaba de imitarla con una Zona de Bajas Emisiones muchísimo mayor. En ambos casos —y en innúmeros otros— los que tienen derecho a circular son los coches más nuevos, los prístinos, los híbridos, los eléctricos, los más caros. Y no lo tienen los más viejos, los más rotos, los más baratos: los más pobres.
O sea, más allá de tecnicismos y buenas intenciones: que los ricos puedan usar sus coches ricos; que los pobres se las arreglen como puedan. Que uno de esos fenómenos que, para bien o para mal, caracterizaron el siglo XX —la democratización, la autonomía del transporte— se termine. Pero no con solidaridad —con compromisos iguales para todos, con transportes igualmente comunes para todos—, sino con más desigualdad.
Es obvio que hay que dejar de poluir nuestras ciudades. Sería, otra vez, otro error fordista suponer que la solución es el mercado: que los ricos puedan, que los más pobres no. Lento pero seguro, a 60 o 70 kilómetros por hora, el coche está volviendo a ser un privilegio de los que compran los más caros. Y todo en el nombre de ese gran discurso conservador contemporáneo que solemos llamar ecología.
Se ve tanto, y aquí se ve tan claro: si la solución pasa por privilegiar a los ricos —sus coches, sus dineros, sus mieditos—, la ecología seguirá imponiéndose como la falsa solidaridad de una época en que la única caridad bien entendida empieza —y termina, se diría— por casa.