Lo de ayer parecía un desembarco, el rescate humanitario de un Estado fallido. El jefe del Gobierno francés, Édouard Philippe, y cinco de sus ministros no tuvieron que viajar muy lejos para su misión, apenas una decena de kilómetros desde sus despachos. En la periferia noreste de París, lindante con la capital, se halla el departamento de Sena-Saint-Denis, el más pobre de la Francia metropolitana: 1,6 millones de personas con problemas sociales endémicos muy graves.

Quienes aterrizan en el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle y se dirigen al centro de París en los trenes de cercanías pueden hacerse ya una idea del entorno arquitectónico y humano de los barrios populares que atraviesa. Tiene muy poco que ver con el mítico glamur asociado a París, y peor todavía en una jornada gris y lluviosa de otoño. La pobreza se ve y hasta se huele en los vetustos vagones de la línea RER-B y en las estaciones.