SHANGHAI.- En poco más de un año, dos gigantescas obras de infraestructura china fascinaron al mundo. Y con razón, porque batieron numerosos récords en sus respectivas categorías. Primero, en octubre de 2018, se inauguró el puente más largo sobre el mar, que conecta las excolonias de Hong Kong y Macao con la ciudad de Zhuhai, en la China continental. Después, días antes de que el 1° de octubre pasado la República Popular celebrase su 70º aniversario, abrió sus puertas el segundo aeropuerto de Pekín, la terminal más grande del planeta.
Ambas son espectaculares obras de ingeniería, en cuya construcción se emplearon nuevas tecnologías y diseños innovadores. Pero su futuro se vaticina muy diferente. Basta recorrer las instalaciones para certificarlo.
Por un lado, el aeropuerto de Daxing recibe cada día más vuelos, y los turistas que acuden a fotografiar su impresionante atrio central son sustituidos por un creciente número de pasajeros, que alaban la rapidez con la que se mueven por los tentáculos de esta estrella de mar diseñada por la difunta arquitecta iraquí Zaha Hadid.
Con sus 700.000 m2, Daxing está logrando descongestionar el aeropuerto Pekín-Capital, que en 2008 también inauguró la que entonces logró el título de la mayor terminal del mundo. Si las previsiones se cumplen, en 2021 unos 45 millones de personas recorrerán los luminosos pasillos de este edificio, que costó 12.000 millones de dólares. Su viabilidad económica está más que asegurada.
Por otro lado, 2000 kilómetros al sur de la capital china, el dragón de hormigón y acero que se extiende a lo largo de 55 kilómetros del Mar del Sur de China aparece casi desierto. De vez en cuando lo recorren un ómnibus o un camión, pero sus seis carriles son claramente excesivos para el tráfico que recibe. El día de mayor tránsito desde su inauguración fue usado por 4791 vehículos, la mitad de los esperados. “Actualmente, su uso ni siquiera cubre los gastos de mantenimiento del puente”, reconoce Li Jiang, ingeniero jefe y gestor de esta faraónica obra, que costó más de 20.000 millones de dólares y que implicó la construcción de dos islas artificiales y un túnel bajo el mar de 6,7 kilómetros.
No obstante, Li recuerda que la vida útil del puente superará el siglo y que la económica no es la única variable que China tiene en cuenta a la hora de aprobar proyectos de infraestructura, para los que este año destinó unos 150.000 millones de dólares. “El puente tiene como objetivo fortalecer el modelo ‘un país, dos sistemas’ -que sirvió para integrar Hong Kong y Macao en el país respetando sus particularidades- y articular el proyecto de integración regional del delta del río Perla. Tanto desde la perspectiva económica como política”, afirma. Eso último es lo que provocó tensiones en la excolonia británica, donde el puente fue percibido como un intento de China de aumentar su control sobre el centro financiero, golpeado ahora por seis meses de protestas antigubernamentales.
Es evidente que la construcción de infraestructura en la segunda potencia mundial sirve también a objetivos políticos. Buena muestra de ello es la línea de alta velocidad que une la capital de la región de Xinjiang (noroeste) con la de Gansu. Ambas ciudades están separadas por 1776 kilómetros de llanuras desérticas azotadas por fuertes vientos y temperaturas extremas, y unirlas costó casi 20.000 millones de dólares. Teniendo en cuenta el factor de ocupación de los trenes y el precio de los billetes, el proyecto jamás será rentable.
Pero el territorio que pueblan los uigures, la minoría étnica que sufre el internamiento masivo en campos de reeducación, es una prioridad geoestratégica para Pekín, lo cual es justificación suficiente para dar luz verde al proyecto.
Xu Bin, profesor de Finanzas en la China Europe International Business School (Ceibs) de Shanghai, añade dos motivaciones más para poner en marcha proyectos descomunales. “En primer lugar, se utilizan para contrarrestar los efectos de la crisis e incentivar la economía. En segundo lugar, eso también crea puestos de trabajo que son claves para el Partido Comunista, porque su legitimidad reside en la capacidad que tiene para mejorar el bienestar de la población y promover el desarrollo”, añade.
Pero no siempre es así. Lo demuestra Kangbashi, una de las ciudades fantasma que China erigió en medio de la nada. Concretamente, en las llanuras de la provincia de Mongolia Interior. Las autoridades estaban convencidas de que había mercado para gigantescos bloques de viviendas capaces de albergar una población del tamaño de Barcelona y de que los diferentes incentivos llenarían de empresas los relucientes rascacielos. La provincia, dijeron, también se iba a convertir en uno de los principales centros de extracción de carbón y de tierras raras, el petróleo del siglo XXI.
Así que, con el uso del gran paquete de estímulo económico de 2010, dotado con más de 445.000 millones de dólares, Kangbashi se erigió en superlativo, con avenidas de seis carriles, un palacio de la ópera y un museo futurista cuyo diseño se inspira en las dunas del desierto del Gobi. Pero muchas urbanizaciones no llegaron a terminarse y una década después las expectativas no se cumplieron ni de lejos.
La agencia oficial Xinhua informó en agosto que en Kangbashi residen 150.000 personas, la mitad de la estimación más pesimista hecha hace una década. Y esta es una coyuntura habitual. Según un estudio de la Universidad de Oxford, en dos tercios de los proyectos de infraestructura de las últimas tres décadas, la infrautilización alcanza el 40%.
El País