Además, los empleados petroleros desesperados y los delincuentes han robado equipo clave, vehículos, bombas y cables de cobre de la petrolera: se han llevado lo que pueden para intentar ganar dinero. Esta hemorragia conjunta, de gente y de equipo, ha dejado aún más incapacitada a una empresa que lleva años tambaleándose, pero que también sigue siendo la fuente de ingresos más importante del país.
El momento no podría ser peor para el presidente cada vez más autoritario de Venezuela, Nicolás Maduro, quien fue reelecto en mayoen unas votaciones ampliamente condenadas por gobiernos del hemisferio. Los políticos opositores más destacados tuvieron prohibido participar en las elecciones, mientras que otros están presos o en el exilio.
Aunque Maduro ejerce un férreo control sobre el país, Venezuela está postrada en cuestión económica, rendida por la hiperinflación y los antecedentes de malos manejos. Hay hambre generalizada, conflictos políticos, una devastadora escasez de medicamentos que junto con el éxodo de más de un millón de personas en los años recientes han llevado al país —alguna vez la envidia económica de muchos de sus vecinos— a una crisis que se desborda de sus fronteras.
Si es que Maduro logra encontrar cómo salir de este caos, la llave sería el petróleo, prácticamente la única fuente sólida para respaldar la moneda en esta nación que tiene las reservas petroleras comprobadas más grandes del mundo.
No obstante, mes tras mes Venezuela produce menos petróleo.
Las oficinas de Petróleos de Venezuela, PDVSA, se están vaciando, los equipos de trabajo en el campo están a la mitad de su capacidad, se están robando las camionetas y los materiales vitales están desapareciendo. Todo esto se suma a los graves problemas en la empresa, que ya eran severos debido a la corrupción, un deficiente mantenimiento, deudas paralizantes, la pérdida de profesionales e incluso falta de refacciones.
Trabajadores de todos los niveles se están yendo en grandes cantidades, a veces llevándose, literalmente, partes de la empresa consigo.
Un empleo en PDVSA era antes un boleto para alcanzar el “sueño venezolano”. Ya no es así.
Carlos Navas, de 37 años, era parte de un equipo de perforación en El Tigre. Nunca pensó que su salario no sería suficiente para que su esposa y tres hijos tuvieran qué comer. El año pasado renunció porque dijo que el sueldo ya era insosteniblemente bajo. Una tarde reciente se preparaba para salir camino a las minas de oro al este, las cuales están infestadas de malaria, a la espera de ganar lo suficiente ahí para poder costear alimentos para su familia y, en algún momento, poder huir todos hacia algún otro país.
“Antes trabajabas y eras rico”, dijo Navas. “El salario alcanzaba para lo que quisieras. Ahora ya no puedes comprar nada, ni comida”.
Proyecciones del Fondo Monetario Internacional prevén que la inflación en Venezuela alcance un 13.000 por ciento este año. Cuando The New York Times entrevistó a Navas en mayo, el salario mensual de un trabajador apenas alcanzaba para comprar un pollo entero o casi un kilo de carne de res. Pero debido a que los precios suben con gran rapidez, ahora alcanza incluso para menos.
A la petrolera no le está yendo mucho mejor. Su producción registra el nivel más bajo en treinta años, y no hay señales de que el desplome haya llegado a su fin.
La empresa y el gobierno venezolano deben más de 50.000 millones de dólares en bonos tras no haber podido pagar los intereses desde finales del año pasado. China ya se negó a seguir prestándole dinero a Venezuela a cambio de pagos futuros con petróleo.
Las exportaciones del crudo venezolano han sido interrumpidas también por acciones legales. En las últimas semanas, los tribunales fallaron a favor de que ConocoPhillips, una petrolera estadounidense, pueda hacerse de los cargamentos venezolanos en las refinerías y terminales de exportación en varias islas caribeñas neerlandesas. La demanda de la empresa surgió cuando Venezuela nacionalizó los activos petroleros extranjeros hace una década.
Además, Venezuela ha tenido tantos problemas con las refinerías y otras instalaciones petroleras domésticas que ha tenido que importar gasolina para el mercado nacional, con lo que gasta dólares que no puede costear.
Maduro ha ordenado recientemente el arresto de decenas de gerentes de PDVSA, incluyendo al expresidente de la empresa, en lo que describe como medidas de mano dura en contra de la corrupción.
Sin embargo, este esfuerzo parece más una batalla por el control y el acceso a las ganancias del petróleo. En noviembre, Maduro instaló a un general de la Guardia Nacional sin experiencia petrolera, Manuel Quevedo, en la dirección de la PDVSA.
Todas estas circunstancias se unen y resultan en una empresa que va en caída libre.
En un discurso pronunciado en mayo tras su reelección, Maduro dijo que la producción petrolera de este año debe aumentar por un millón de barriles al día, una tarea en apariencia imposible, lo que sugiere que podría buscar más inversión por parte de gobiernos amigos, como el ruso y el chino.
“Si hay que pedir ayuda, se pide ayuda, pero ese es un reto que tenemos”, dijo.
“¡Tenemos que aumentar la producción en un millón de barriles!”, gritó, “y ¿quién lo va a hacer? ¿Lo va a hacer Maduro?”. Su propia respuesta: los trabajadores de PDVSA.
En la zona circundante a El Tigre, muchas de las operaciones son realizadas por la petrolera en sociedad con entidades extranjeras, incluyendo a Chevron y la española Repsol, a órganos oficiales como China National Petroleum Corp. y a la rusa Rosneft.
Los ejecutivos petroleros ahora describen las dificultades para trabajar en Venezuela, conforme las condiciones sociales van decayendo.
“La gente está muriendo de hambre”, dijo Eldar Saetre, director ejecutivo de Equinor, la gigante petrolera noruega que trabaja con PDVSA.
En entrevistas con más de una decena de trabajadores petroleros actuales y antiguos, se reveló un profundo enojo. Los empleados, muchos de los cuales hablaron a condición de que se conserve su anonimato por temor a represalias, dijeron que aunque la petrolera venezolana ha estado en declive durante años, su deterioro se ha acelerado.
“Era una copa de oro”, dijo un trabajador. “No de plata, sino de oro. Ahora es una copa de plástico”.
Los trabajadores dijeron que el seguro médico para toda la vida ahora valía muy poco, pues la petrolera paraestatal prácticamente había dejado de pagar a las clínicas privadas. Los trabajadores de campo se quejaron de que a veces no llegan sus almuerzos, pues la empresa no le paga al proveedor.
Las instalaciones muestran un profundo descuido. Muchas tienen derrames de petróleo debido a que hay tanques, tuberías o válvulas dañadas. En una, dos tanques grandes estaban rodeados de un gran lago negro de crudo que se había fugado.
Los trabajadores dijeron que no sabían quién estaba tras los robos. Mencionaron que es posible que los culpables sean bandas criminales, pero algunos reconocieron que desmantelar sistemas eléctricos activos requería de un conocimiento que poseen trabajadores actuales y exempleados.
Ali Moshiri, quien fue hasta el año pasado el ejecutivo principal de Chevron para Latinoamérica, dijo que los robos en los campos petroleros venezolanos han sido un hecho durante veinte años.
“Pero los robos han crecido”, dijo, y los citó como causa principal de que la producción petrolera esté desplomándose. “Te roban el auto y te roban el cabezal del pozo si pueden. Lo funden, le quitan piezas y lo venden”.
“La gente está muy desesperada”, dijo Moshiri. “Pueden vender el cobre para alimentar a su familia”.
Los trabajadores y supervisores en El Tigre dijeron que la producción de los pozos existentes era baja y que la excavación para nuevos pozos estaba paralizada en gran medida por la falta de equipo, compuestos químicos, refacciones y elementos básicos, como comida para los trabajadores.
Un supervisor hizo una lista de los diversos destinos a los que se han ido sus colegas: Estados Unidos, Argentina, Perú, Ecuador, Brasil, Colombia y España.
Muchos se van sin avisar. A menudo no los remplazan; cuando los sustituyen, los nuevos trabajadores frecuentemente tienen poca o nula experiencia.
Júnior Martínez, de 28 años y quien ha trabajado en la industria petrolera durante ocho años, está juntando sus documentos, incluyendo su título de ingeniero químico. Su esposa e hija se fueron a Brasil hace tres meses para ganar dinero. “Gano 1.400.000 bolívares a la semana y no alcanza siquiera para comprar un cartón de huevos o una pasta de dientes”, dijo Martínez sobre su salario.
El padre de Martínez, Ovidio Martínez, de 55 años, recuerda haber crecido aquí cuando comenzó el auge petrolero y parecía haber pozos a cada vuelta de esquina. Lloró mientras hablaba de la determinación de su hijo de abandonar el país.
“Ves que tus hijos se van y no puedes detenerlos”, dijo Ovidio Martínez, tratando de contener las lágrimas. “En este país no tienen futuro”.