Hace diez años, Japón experimentó el terremoto más destructivo de su historia, uno que quedó marcado en los recuerdos desde el epicentro de la tragedia: los muertos rescatados de un amasijo de autos, aviones y barcos en Natori, el anciano viudo buscando un teléfono o un cargador en un refugio de Fukushima o el radiactivo pueblo de Futaba a punto de morir.

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Es difícil digerir y contar con sus matices la tragedia de los desplazados, unos 36.000 que a día de hoy siguen desarraigados de su tierra por la radiactividad; o los minutos de incertidumbre que se convirtieron en días, y para muchos japoneses de las prefecturas de Fukushima, Miyagi o Iwate, en años.

El terremoto de Tohoku, un fenómeno de la omnipotencia de la naturaleza, se vio ampliado por el desastre de la central nuclear de Fukushima Daiichi, un accidente en aquellos días de consecuencias impredecibles y potencialmente catastróficas creado por el hombre y su progreso.

LA NOCHE DEL 12 DE MARZO

La noche del 12 de marzo en la central nuclear de Fukushima Daiichi todo eran carreras, pánico y barras de uranio fuera de control. A pocos kilómetros de ese complejo, decenas de personas, familias con lo puesto, dormían en un aparcamiento sin electricidad que solo se alumbraba con el paso de los convoyes militares.

En la zona de exclusión los teléfonos móviles solo funcionaban a ratos y la radio emitía el mismo parte de emergencia en todas las frecuencias disponibles, mientras que las réplicas y la proximidad del océano no dejaban de recordar: “llegar a mañana no depende de ti”.

Esas familias, que solo empacaron ropa para unos días, como la de Yun con sus dos hijas pequeñas, posiblemente jamás regresarán a vivir en lo que fue su pueblo, que sigue hoy detenido en la tarde del 11 de marzo de 2011.

Al día siguiente, mientras los helicópteros Chinook examinaban fugas en los reactores, decenas de vehículos permanecían abandonados en medio de las calles de Futaba, columnas de humo se dibujaban en el horizonte y al silencio solo lo interrumpían los ladridos de los perros atrapados en las viviendas recién desocupadas a la carrera.

El día 13, un domingo que podría haber sido un martes, con los reactores y las piscinas de combustible nuclear fuera de control, estaba claro que las personas que quedaban en el arco que forman Futaba, Minamisoma y Fukushima estaban abandonadas a su suerte.

Arte callejero en algunas paredes de la ciudad de Futaba, prefectura de Fukushima / Foto: EFE

UNA AMENAZA INVISIBLE Y LENTA

Poco se puede hacer contra la amenaza de una venenosa radioactividad invisible o para esquivar los isótopos de cesio, que se cuelan entre las paredes y viajan en el aire sin esfuerzo. Los átomos pueden descansar durante décadas en los pulmones o tener la concentración suficiente para firmar una sentencia de muerte irrevocable.

La experiencia de Fukushima la tercera semana de marzo de 2011 no debía distar mucho de lo que vivieron los habitantes de Pripiat en 1986, con el añadido de que la costa de toda esa zona de Japón estaba arrasada por un tsunami de una escala nunca vista y los cimientos de toda la mitad noreste de la región de Tohoku habían quebrado.

El gabinete de crisis en el centro de Fukushima, era, para los estándares de Japón, un absoluto caos de funcionarios trasnochados, técnicos de la eléctrica TEPCO trabajando sin descanso y militares y policías haciendo rondas interminables hacia la zona de exclusión.

Cualquiera podía adentrarse en ese centro de crisis, preguntar por los desaparecidos, ojear las pizarras con planes inconsecuentes o pedir un cigarrillo a quién fuera, porque fumar era lo único que servía para conjurar las prisas, aunque fuera un complemento irresponsable al más cancerígeno de los descansos.

SIN NUEVA NORMALIDAD POSIBLE PARA UN JAPÓN IRREDUCTIBLE

En los momentos de mayor crisis la gente intenta regresar a una normalidad que se les escapa de las manos de una manera casi irracional.

Tras establecer el precario perímetro de la zona de exclusión algunos intentaban colarse para volver a sus casas, mientras que en el pueblo de Iitate se afanaban por reabrir alguna ruta de autobús al tercer día, pese a que el aire rabiaba de radiactividad y muchas zonas estaban ya condenadas a décadas de abandono.

La imagen de una mujer de unos 70 años llevándose el cadáver amortajado de su marido en una pequeña furgoneta pickup, tras haber sido desenterrado por voluntarios de las inmediaciones inundadas del aeropuerto de Sendai por el tsunami, es aún hoy una muestra de la entereza de los japoneses durante una tragedia nacional para un país asentado en el “Cinturón de Fuego”.

Cuando lo peor en la central de Fukushima Daiichi parecía haber pasado y un nuevo Chernóbil era algo improbable, las madres hicieron un petate y partieron camino del sur con sus hijos pequeños, huyendo de las nubes radiactivas, sin prestar mucha atención a todas las comodidades que ese país del primer mundo no podía proveerles hasta nuevo aviso.

Once meses después, el alcalde de Iitate parecía un hombre nuevo. Norio Kanno, regidor de un municipio de parias, aseguraba desde Washington que la respuesta a la crisis siempre estuvo allí sin que se dieran cuenta, en el lema de su pueblo, que había pasado de tener 6.000 vecinos a quedar solo ocupado por fantasmas.

“El lema de nuestro pueblo es ‘madei’, que significa entorno de consideración del otro y la naturaleza. La respuesta a lo que pasó en Fukushima, a la búsqueda de prosperidad y a los problemas de esa necesidad desmedida por más energía era esa -sentenciaba el nuevo Kanno-: no acumular más cosas, sino acumular más momentos y más relaciones humanas”.

Aquellos días de dolor, los periódicos pegados a las puertas de los refugios o escritos a mano en cartulinas eran también un recordatorio de que en los peores momentos, cuando la civilización parece desmoronarse, es la prensa, la información sobre lo que ocurre, una de las pocas esperanzas en el silencio.