El guarda de seguridad con chaleco antibalas que corre seguido por una mujer sujeta con extrema delicadeza el cilindro azul, como si fuera un bebé. Es oxígeno. Ambos avanzan bajo un sol abrasador hacia un coche. “Es para mi madre”, responde Afra Benedito, de 46 años. Cuenta angustiada que la bombona ayudará a la señora Fátima a respirar durante cuatro horas más. Con 71 años, el coronavirus la dejó viuda hace unos días y ahora extingue su vida en Manaos, la capital de la Amazonia brasileña, donde la pesadilla de morir asfixiado se ha convertido en cruda realidad en hospitales y hogares.
La Fiscalía investiga más de 50 muertes en esas terribles circunstancias. “Una cifra extremadamente conservadora”, advierte el epidemiólogo Jesem Orellana, de Fiocruz, un instituto de salud pública. Desde las fiestas navideñas venían aumentando las hospitalizaciones por covid-19, pero de repente se dispararon. La noche del 14 al 15 de enero la acumulación de pacientes fue tal que varios centros sanitarios se quedaron literalmente sin oxígeno en esta remota ciudad de dos millones de vecinos incrustada en la más preciada selva tropical del mundo.
“Con las gripes de la época de lluvias y los mítines de la campaña electoral (municipal), ya esperábamos el aumento de contagios, pero lo del oxígeno no”, explica el enfermero Yuri, de 24 años, del hospital 28 de Agosto, de referencia para la covid. Elige ese seudónimo para hablar con libertad de lo que ocurre en su centro de trabajo. “Unos mueren por falta de oxígeno, otros porque están muy graves y empeoran rápidamente. Tuvimos que reducir el oxígeno a todos porque casi el 90% de los ingresados lo necesita”, explica. Calcula que han muerto más de 30 pacientes. A unos pasos, parientes desesperados esperan novedades sobre los hospitalizados.
Esta es una tierra de monopolios, caciques y corrupción arraigada que vive en buena medida de una zona franca con multinacionales que requiere una logística minuciosa. Hasta Manaos llegan piezas de todo Brasil y el exterior que, ensambladas, salen al mercado local o internacional convertidas en motos, móviles u ordenadores portátiles. Pero se queda sin oxígeno.
Manaos es, como en la primera ola, el ejemplo más grave de la caótica gestión de la pandemia en Brasil. El presidente, Jair Bolsonaro, no ha dejado de sabotear los esfuerzos de los gobernadores para contener el virus. Destituyó a dos ministros de Salud. Solo ha actuado forzado por otros poderes. La vacunación acaba de comenzar, atrasada respecto a sus vecinos, y con un stock muy por debajo de las necesidades de los 210 millones de brasileños. Un estudio académico lo acusa de liderar “una estrategia institucional de propagación del virus”.
Los que pueden se han lanzado a la carrera de conseguir oxígeno por su cuenta, alumbrando un nuevo mercado en la capital amazónica. Benedito superó el primer desafío —conseguir la bombona— gracias a una vecina. A diario viene a por suministro para su madre a Carboxi, una empresa familiar de gases industriales que empezó a atender a angustiados particulares que tocaron la puerta. Un pastor evangélico ha reunido dinero para rellenar nueve cilindros y donarlos. La logística es compleja y los 400 reales de la recarga mínima (60 euros, 70 dólares) suponen un dineral.
En Manaos y el resto del Estado de Amazonas, la segunda ola es aún más devastadora que la primera, cuando el sistema sanitario y funerario colapsaron. La ciudad enterró a 213 de sus vecinos al día siguiente de la fatídica noche sin oxígeno. Nunca fueron tantos en una jornada. En el camposanto solo recuerdan avalanchas similares tras algún motín carcelario.
Venezuela fue uno de los primeros en responder al SOS lanzado por el gobernador de Amazonas, Wilson Lima, un expresentador de programas sensacionalistas aliado a Bolsonaro. El Gobierno de Nicolás Maduro se apresuró a despachar ayuda en camiones. Tres días tardaron en trasladar oxígeno para tres días.
La red sanitaria de Amazonas siempre fue frágil. Es la peor financiada de Brasil, pero fue el primer Estado en reabrir las escuelas, las camas extras para covid fueron desmanteladas y las advertencias de White Martins, la única empresa que suministra oxígeno a los centros sanitarios, de que la demanda aumentaba muy por encima de su capacidad de producción fueron desoídas. Cuando estuvo en Manaos días antes de la letal noche, el ministro de Sanidad, Eduardo Pazuello (general y supuesto experto en logística), fue informado de la escasez por vías oficiales, y por una cuñada, según contó él. No reaccionó; su empeño era anunciar la vacuna y promocionar un supuesto tratamiento precoz contra la covid.
Los médicos racionan el oxígeno porque la demanda triplica la oferta en la capital, la única ciudad de Amazonas con cuidados intensivos. Unas familias buscan bombonas porque no quieren llevar a sus enfermos a los hospitales, atestados, con pacientes en hamacas. Ni los sanitarios se fían. “Cuando mi familia enfermó, no los traje al hospital. Conozco nuestra situación, los médicos están sobrecargados, los traté yo mismo en casa. Compré los medicamentos, inhaladores…”, cuenta el enfermero Yuri.
Érica Nogueira, de 44 años, llega con dos inmensos cilindros en busca de salvación para su suegro, su marido, y su cuñado. Desborda indignación: “Lo que veis no es ni la mitad de lo que está pasando. Tengo médicos, fisioterapeutas de la familia en la línea de frente”, advierte a las periodistas. “Todo esto es un fallo inmenso de gestión de la administración pública. La gran responsabilidad es del gobernador, del alcalde, del Gobierno, que no se rodearon de personas competentes. ¡Mi cuñada ha salvado ella sola por teléfono más vidas que todos ellos!”. Las redes arden con personas que imploran ayuda.
El epidemiólogo Orellana, del instituto de salud pública Fiocruz, es una de las voces de Manaos que denuncia con más potencia la catastrófica gestión de la epidemia. “El oxígeno va a servir para prolongar la vida de los que están graves, pero no resuelve el problema de la covid”, explica por teléfono en un español que aprendió trabajando en la frontera con Bolivia. “No tengo ninguna esperanza de que logremos controlar el virus sin un confinamiento estricto de 21 días con rastreo de los contagios”, dice. “Sin medidas radicales, vamos a tener una tercera onda en tres meses”.
Las mascarillas ganan adeptos, pero el toque de queda nocturno recién impuesto se incumple. Circulan coches y funcionan bares clandestinos. Los 60 futboleros descubiertos esta semana viendo el Flamengo-Palmeiras recibieron una advertencia, ni siquiera una multa. El gobernador anunció este sábado una serie de restricciones a partir del lunes próximo y durante 10 días que vienen a ser un confinamiento total solo con actividades esenciales, aunque no pronunció la palabra maldita.
Las autoridades buscan también oxígeno por aquí y por allá mientras evacuan enfermos a otros Estados en aviones militares para aliviar la sobrecarga hospitalaria. Otro desafío logístico porque desde Manaos solo se puede llegar al resto de Brasil en barco o avión. Como tan a menudo en este país, famosos, empresas o gente de buena voluntad se apresura a hacer donaciones. Pasada la crisis, el problema estructural sigue ahí. Hasta la próxima.
Como al principio, esta segunda ola de contagios sube río arriba hacia las pequeñas ciudades y aldeas indígenas dispersas por un territorio tres veces mayor que España que no tienen unidades de cuidados intensivos. En un efecto dominó, la falta de oxígeno se siente en los consultorios del interior de Amazonas, explica al teléfono el coordinador de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Brasil, Pierre van Heddegem, que tiene equipos en São Gabriel da Cachoeira y Tefé. Solo en la desabastecida capital se pueden rellenar las bombonas. Y los traslados de enfermos graves a Manaos estuvieron varios días suspendidos. Ahora comienzan de nuevo, pero “las esperas son largas y existe el riesgo de perder pacientes”, explica.
Una nueva cepa amazónica descubierta en unos viajeros llegados de Manaos a Japón llevó al Reino Unido y otros países a suspender los vuelos desde Brasil, el resto de América Latina y Portugal. El epidemiólogo explica lo que se sabe sobre esa variante que comparte características genéticas con las cepas británica y sudafricana. “Su capacidad de infectar las células es mayor que las otras 11 cepas que conocemos en el Estado de Amazonas”, explica, pero recalca que por el momento no se puede afirmar que cause mayores daños. El aumento de jóvenes que enferman de gravedad quizá es porque la cepa causa mayores daños o porque el sistema sanitario ha colapsado. La segunda ola desmentiría que Manaos alcanzó la inmunidad de rebaño hace meses, como apuntó un estudio científico preliminar. Orellana considera aquel artículo “fruto de la mala ciencia. Siempre fue una tesis absurda y ajena a la realidad”.
Entre los fallecidos este viernes de covid, la directora de vigilancia sanitaria de Amazonas y el padre de Paulo de Assis, 46 años. Viene al cementerio a enterrarlo en un sepelio exprés con dos parientes más en la zona reservada para las víctimas del coronavirus. Cuenta que su padre tenía 70 años y buena salud hasta que cinco días atrás “se encontró cansado y sin aire”. Fue hospitalizado. “Por las noches le bajaban la cantidad de oxígeno. El segundo día estaba bien, luego empeoró. Y hoy ha fallecido”. Los sepultureros siguen abriendo tumbas, pero ahora con excavadoras porque no dan abasto. En esta tierra rojiza rodeada de selva amazónica ya casi no queda espacio. Y construyen nichos verticales, una novedad que disgusta a los locales. Están sin estrenar.