Ni siquiera la fría brisa que llega desde la costa parece molestar a los hombres que, con máscaras, guantes y cascos protectores, trabajan en la operación de limpieza nuclear de mayor envergadura del mundo.
Lejos de la mirada del público, han llenado más de 1.000 sacos con tierra radioactiva y han descargado el contenido en grandes tamices. Una cinta transportadora lleva la tierra radioactiva hasta el borde de una enorme fosa donde se aplasta para que quede sitio para la siguiente descarga. Y allí permanecerá, intacta, durante las próximas tres décadas.
La labor es repetitiva y ardua. Lo cierto es que no existe ninguna otra manera más rápida de lidiar con el legado físico más incómodo del accidente nuclear que ocurrió hace ocho años en la central de Fukushima Daiichi.
Desde el desastre, y en el marco de una campaña sin precedentes que ha costado 2.900 millones de yenes (23 millones de euros), unos 70.000 trabajadores han retirado la capa vegetal del suelo, las ramas de los árboles, el pasto y otros materiales contaminados de las zonas cercanas a los hogares, las escuelas y los edificios públicos. El objetivo final es reducir la radiación a niveles que permitan que decenas de miles de evacuados puedan regresar a sus casas.
Con la operación de descontaminación se han retirado millones de metros cúbicos de tierra radiactiva y se han empaquetado en sacos que ocupan grandes áreas de la prefectura de Fukushima.
El Gobierno de Japón ha prometido que la tierra se trasladará a una instalación de almacenamiento provisional y que en 2045 será trasladada a un lugar permanente fuera de la prefectura de Fukushima. Esta promesa forma parte del acuerdo alcanzado con los habitantes de la zona, que no quieren que sus comunidades se conviertan en un vertedero nuclear. Los planes del Gobierno se están complicando ya que, hasta la fecha, nadie parece estar dispuesto a quedarse con los desechos tóxicos.