Turquía demuestra a Europa que, como decía Thomas Jefferson, un amigo ofendido es el más encarnizado enemigo. Aunque no oficializado, el portazo de la UE a Ankara por ser un gigante de 70 millones de musulmanes origina cada semana un sobresalto en la frontera sureste de Europa, incapaz de mitigar la ira que ha provocado en el despechado vecino.
Las muestras del peligro son obvias. Una es el refuerzo de la pinza entre Rusia y Turquía, esa alianza de conveniencia de los viejos imperios ruso y otomano. Los presidentes Erdogan y Putin acaban de pactar que Moscú facilite a Turquía su primer reactor nuclear, un susto precedido de la reciente compra para el segundo Ejército más potente de la OTAN, el turco, de misiles antiaéreos rusos de largo alcance S-400.
Otra prueba: los dos nuevos aliados, con Irán como tercer jugador del variopinto equipo capitaneado por Moscú, ganan por goleada la guerra de Siria contra los intereses de Occidente: sostienen al dictador El Asad, denostado por Europa, y diezman a los kurdos, aliados de unos EE UU en retirada.
El riesgo asoma ya por el patio trasero de Europa, los Balcanes, con amplia población musulmana, donde la influencia turca crece en paralelo a las constantes visitas de Erdogan. Ante el estupor europeo y el regocijo ruso —todo lo que debilite a Europa alegra a Moscú—, el peso turco se ha visto hace unos días en Kosovo, que ha extraditado a seis opositores al régimen de Ankara. Las dudas del primer ministro kosovar le han valido esta osada reprimenda del mandatario turco: “Los hermanos kosovares te pasarán factura”.
No ha sido la única amenaza del belicoso Erdogan, que brama contra Grecia y encarcela a dos de sus soldados que cruzaron la frontera por error porque Atenas no le entrega a ocho militares —“terroristas” les llama— refugiados tras el golpe de Estado de 2016. El mes pasado, días antes de acudir muy enfadado a una cumbre comunitaria en Bulgaria, Erdogan avisó a los mandatarios de la UE: “Si continuáis comportándoos así (contra Turquía), ningún europeo podrá salir a la calle con seguridad y paz”.
Hace dos décadas, el reconocimiento de Turquía como país candidato abrió el debate sobre dónde convenía a Europa tener su frontera con el Islam: si en Estambul o en Irán e Irak. Salvo Londres, los grandes optaron por Estambul. El entonces comisario holandés Frits Bolkestein llegó a decir que, “con Turquía dentro, la liberación de Viena (frente al Imperio otomano, en 1683) habría sido en vano”. Una mayoría de la UE prefirió escuchar esos cantos y no otros más sensatos como el del exministro alemán del Interior, Otto Schily, que vaticinó: “Si decimos no, quizás [Turquía] se convierta en un Estado islámico, se acerque a Irán, desarrolle armas nucleares…”
El amigo frustrado empieza a parecer un enemigo. España, conste en acta, también lo advirtió, pero nadie quiso creerlo. Hasta ahora.