Los meteorólogos predicen lluvia, pero la única que cae es de ceniza. De Coímbra a Guarda el cielo está encapotado de humo y partículas extrañas. Portugal padeció el domingo una ola de incendios que ha dejado 38 muertos, de momento, y centenares de casas destruidas, servicios de ferrocarril interrumpidos, decenas de carreteras cortadas y bosques de eucaliptos extinguidos. Más de 500 incendios en un solo día, imposibles de sofocar por los servicios de bomberos. Solo en la mañana del lunes se vio la magnitud de la tragedia al descubrirse más y más cadáveres entre los escombros y las ruinas.

En cuanto se sale de las rectilíneas y modernas autopistas, Portugal se convierte una montana rusa de desfiladeros entre sierras cargadas de eucaliptos que tapan el asfalto, las aldeas y el ganado; así, y siguiendo la dirección del humo, se llega a Penacova, en el distrito de Coímbra, que lleva desde junio sufriendo incendio tras incendio. Los montes de esta localidad son grises desde la mañana del lunes. Patricia y su madre María Augusta van recorriendo la zona en su camioneta. “Hemos venido a contar las desgracias. Las tenemos todas, no nos queda nada”, lamentan.

Patricia cuenta que pasó la noche con una rama en la mano, dándole al fuego allí por donde salía. “Nunca vi nada igual. Era una lluvia de meteoritos; donde caía uno, iba a apagarlo. Toda la noche sin dormir, vigilando que las llamas no llegaran a casa. He tirado las zapatillas, las suelas de las zapatillas acabaron quemadas”. 

Patrícia coincide con Silvio, otro vecino de Penacova, en el origen del incendio.

“Aquí no teníamos fuego, lo veíamos de lejos, pero en un suspiro llegaron las llamas. Eran tornados de viento de velocidades increíbles, más rápidos que un coche. No había nada que hacer. Llegaron unos bomberos, pero el fuego brotaba por todas partes. Eran proyectiles de fuego que caían por todos los lados”, relata.

Alfredo, el de las abejas, ha perdido a dos hijos en el incendio de Penacova. Intentaron apagar las llamas de su almacén, donde tenían leña, miel y los aperos agrícolas. Las planchas de uralita cayeron sobre los hermanos Alfredo y José Américo y el humo y el calor acabó con sus vidas en el mismo centro del pueblo, a la vista de una vecina.

“Nos habábamos por el móvil y de repente dejaron de hablar”, dice. Nada se pudo hacer. El vecino Armando cuenta que media hora antes nadie en la aldea preveía una tragedia: “Veíamos el fuego de lejos, aquí estábamos tranquilos y de repente comenzaron unos tornados y el pueblo lo teníamos envuelto en llamas. Ni con 500 bomberos se hubiera podido hacer nada”.

El paisaje es desolador: bosques grises de árboles pelados de hojas, troncos negros, fumarolas que se levantan del suelo y, de repente, entre el infierno, una finca verde y floreada salvada milagrosamente del fuego que acabó con las de al lado. “No teníamos ningún socorro”, se queja Patricia, “quien tenía tractores salió con ellos para abrir cortafuegos; yo cogía ramas y daba con ellas donde salía una llama. Ha sido un horror. Hace ocho años tuvimos otro incendio aquí, pero como éste ninguno”.