Se escucharon tres chasquidos secos, rápidamente seguidos de otros tres. La autopista se vació. Dos viejos se agacharon detrás de una barda. Un taxi viró a toda prisa hacia una calle lateral. Una madre empujó a su bebé descalzo al interior de la casa.
El francotirador, un matón de la MS-13 con una camiseta sin mangas y gorra de béisbol negra, se quedó parado en la esquina sin prisa alguna, a plena luz del día; era la única persona que quedaba en esa zona comercial. Guardó el arma en la cintura de su pantalón y observó cómo el barrio temblaba de terror.
Bryan, Reinaldo y Franklin se escabulleron hacia el terreno de un vecino, espantando a las gallinas. Entre susurros de pánico, intercambiaron opiniones sobre el tiroteo, el tercero en menos de una semana. Apenas unos días antes, un niño había sido baleado en un ataque similar. Bryan, de 19 años, se preguntó cómo podrían responder a los ataques, si es que era posible, los pocos hombres jóvenes que todavía vivían en el barrio.
La Mara Salvatrucha, la pandilla conocida como MS-13, ahora venía por él y por sus amigos casi todos los días. Saqueaban casas, ponían espías y los acechaban con silbidos al anochecer, como un constante recordatorio de que el enemigo estaba justo a la vuelta de la esquina, dispuesto a atacarlos cuando quisiera.
No había manera de evadir esa amenaza. El barrio, un terreno de calles sin pavimentar apenas del tamaño de unos cuantos campos de fútbol, estaba rodeado por todos los flancos.
Hacia el este, más allá del restaurante de comida china donde los tres amigos a veces se agasajaban con arroz frito, la MS-13 estaba planeando tomar el control del área. Al sur, después de una casa que fue convertida en una iglesia evangélica, la pandilla de la Calle 18, o Barrio 18, planeaba lo mismo. En el este y el oeste la situación no era mejor; allí también había pandillas.
A decir verdad, el barrio donde Bryan y sus amigos crecieron no se diferenciaba mucho de aquellos que ya eran controlados por la MS-13 y otras pandillas. Todos compartían los mismos rasgos: las viejas casas de concreto, los carritos de comida que ofrecen pollo frito y tortillas además de los obreros que al amanecer salen presurosos hacia sus trabajos y esperan los autobuses en las esquinas ajetreadas.
Pero para Franklin, cuya familia vive ahí desde hace varias generaciones y quien estaba esperando la llegada de su primer hijo, el barrio era todo su mundo. Reinaldo y Bryan se sentían igual.
Solo les quedaban malas alternativas: quedarse y luchar, abandonar sus hogares y tratar de irse a otra parte, tal vez a Estados Unidos, o rendirse y esperar que alguna de las pandillas invasoras se compadeciera de ellos.
Los tres fueron miembros de Calle 18, pero se hastiaron de la frecuencia de los asesinatos, las extorsiones y los robos, en especial los que cometían contra sus vecinos, la gente que los había conocido toda la vida. En busca de redención, se unieron y finalmente echaron a la pandilla del barrio; prometieron que nunca más la dejarían entrar.
Ahora, ya no solo los estaban cazando sus excamaradas de la pandilla, sino también los de la MS-13, que querían ese territorio. Así fue como los jóvenes redoblaron fuerzas para protegerse y volvieron a transformarse en lo que más odiaban: una pandilla.
“Las fronteras nos rodean como una horca”, comentó Bryan, quien estaba en un patio con los demás miembros de su pandilla, la Casa Blanca. “No queremos pandillas aquí y por eso vivimos en un conflicto constante”.
Reinaldo, de 22 años, vigilaba la calle para monitorear cualquier movimiento. “Mucha gente me pregunta por qué estamos peleando por este pequeño pedazo de tierra”, dijo Reinaldo. “Yo les digo que no estoy luchando por este territorio. Estoy peleando por mi vida”.
Desde 2018 hasta principios de 2019, The New York Times siguió a los jóvenes de Casa Blanca en este pequeño rincón de San Pedro Sula, una de las ciudades más mortíferas del mundo, mientras trataban de mantener a raya a las pandillas.
Los tiroteos, los operativos armados y las súplicas de último minuto para detener el derramamiento de sangre eran parte del hilo conductor de sus historias. La pandilla MS-13 quería el territorio para vender drogas. Los otros pandilleros lo querían para extorsionar y robar. Sin embargo, los miembros de Casa Blanca habían prometido nunca volver a dejar que su barrio fuese víctima de eso. Y morirían por ello, de ser necesario.
Casi nadie intentaba detener la guerra que se avecinaba: ni la policía ni el gobierno ni tampoco los mismos jóvenes. El único que estaba a favor de la paz era un pastor de medio tiempo que predicaba al aire libre porque no tenía iglesia y recorría el barrio en un destartalado vehículo amarillo, arriesgando la vida para calmar a las facciones en guerra.
“No estoy a favor de ninguna pandilla”, dijo el pastor, Daniel Pacheco, apresurándose hacia el terreno donde los jóvenes de Casa Blanca estaban reunidos. “Estoy a favor de la vida”.
La lucha para proteger ese barrio —unas cuatro manzanas de casas de concreto, lotes baldíos con maleza y unas cuantas tiendas que venden papas fritas y refrescos— simboliza la violencia que atrapa y expulsa a millones de personas en toda América Latina.
Desde el inicio de este siglo, más de 2,5 millones de personas han sido asesinadas como parte de la crisis de homicidios que aqueja a América Latina y el Caribe, según el Instituto Igarapé, un grupo de investigación que analiza la violencia en todo el mundo.
La región solo representa el ocho por ciento de la población global; sin embargo, ahí se produce el 38 por ciento de los homicidios de todo el mundo. En esta región se encuentran diecisiete de los veinte países más mortíferas del planeta.
Además, en tan solo siete países latinoamericanos —Brasil, Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala, México y Venezuela— la violencia ha cobrado las vidas de más personas que las guerras en Afganistán, Irak, Siria y Yemen juntas.