SAINT-GERVAIS, Francia — A veces siento que soy puro movimiento. Nací en Cali, Colombia, hace seis años me mudé a París y, desde hace tres, dejé la ciudad para instalarme en el campo. Ahora vivo en un pueblo de unos cientos de habitantes en la región del Vexin français, al norte de Francia.
Se podría pensar que lejos de las metrópolis, en lugares rurales como en el que estoy, una pandemia global sería apenas un rumor. Pero llegó con la fuerza del miedo, el confinamiento y la distancia social impuestas en todo el país. Durante dos meses de encierro, percibí los rastros de un mundo levemente distinto: escuché una quietud inusual y un cielo libre de aviones.
Vivir la crisis en este lugar es casi un oxímoron: me llegan noticias de dolor, horror y muerte, pero me rodean paisajes de una primavera en pleno apogeo. Todos los días escucho que ya no hay más camas en los hospitales, que los muertos se acumulan, que el virus llega con fuerza a los países más desiguales del mundo y que el panorama es desolador. Pero apenas me alejo de las pantallas, veo el verde de las hojas de los árboles y el paisaje que ha dejado atrás el invierno para dar lugar a la vida de la nueva estación, al jardín en flor, a la abeja volando.
La vida es transformación constante. Lo sé yo: de arquitecta me fui convirtiendo en land artist. Antoine de Saint-Exupéry escribió algo que me marcó para siempre: “La tierra nos enseña mucho más sobre nosotros mismos que todos los libros. […] Y la verdad que nos revela es universal”. Crear con y en la naturaleza es establecer un vínculo consciente y experimentar su carácter transitorio, a la vez frágil y poderoso.
Quizás por eso siempre he sentido un gran respeto por las culturas ancestrales que, a escala de sociedades, aún conservan una relación sagrada con sus territorios, con sus cuerpos y con la naturaleza como una sola unidad.
Cuando supe que la pandemia llegó a varias comunidades indígenas —en la Amazonía brasileña, en Bolivia, en Venezuela, en Colombia— quedé devastada: muchas veces ignorados por sus gobiernos, estos pueblos ancestrales han transmitido, de generación en generación, un lenguaje íntimo con la naturaleza. Si sus voces se extinguen, ¿quién va a enseñarnos ese idioma tan suyo de balance y equilibro con los ríos, las montañas, los árboles, la lluvia? ¿Quién nos enseñará el canto de las semillas que nacen al sol? ¿Cómo aprenderemos a escuchar la voz de la selva?
Ahora, aunque al otro lado del Atlántico, intento aprender ese lenguaje sutil. Cada vez estoy más convencida de que, como sociedad, debemos saber dialogar con la tierra que pisamos y saber cuidarla. Necesitamos aprender con paciencia y asombro el tiempo que toma una semilla hasta convertirse en árbol.
Por eso hice esta ofrenda que empecé desde el séptimo día del confinamiento. Hice un seguimiento fotográfico durante cincuenta días. Mientras los rastros de la ofrenda desaparecían y nuevas formas emergían, entendí un poco más ese lenguaje tan necesario. El lenguaje de la naturaleza, el del pasar del tiempo que da fruto.