Como embajador de Colombia en Hungría, Enrique Parejo estaba convencido de que la distancia lo había alejado de las amenazas. Por eso, el 13 de enero de 1987, luego de una noche de nevada, salió desprevenido de su casa en Budapest y no le extrañó ver a un hombre muy abrigado, casi oculto bajo la ropa, que le preguntó en español: “¿Usted es Enrique Parejo?”.
“No terminé de responder cuando ya tenía el arma a 30 centímetros de mi cara”, recuerda en Bogotá el exembajador de 88 años. “Enseguida sonó el primer disparo, y lo sentí como si me hubieran golpeado con un bate de béisbol”.
El sicario le disparó a quemarropa otras cuatro balas: a la cabeza, al hombro y al brazo que Parejo sacudía para tratar de salvarse. Cuando por fin se quedó quieto en el suelo, el hombre pensó que lo había matado y se marchó. Parejo se levantó malherido y logró caminar hasta la puerta de su casa. Al abrir, su hija lo vio cubierto de nieve y sangre y preguntó qué había pasado. “Me mataron”, respondió Parejo.
Había sido alcanzado por el largo brazo de Pablo Escobar, el narcotraficante que cambió el negocio de las drogas y sumió a su país en el caos y la guerra. El 2 de diciembre de 1993, un grupo élite de los cuerpos de seguridad por fin logró cercar a Escobar sobre un tejado en Medellín, justo un día después de su cumpleaños número 44. Pese a que han transcurrido 25 años de su muerte, su sombra aún despierta controversias y una rara fascinación en Colombia.
Antes de ser enviado a Hungría para protegerlo de las amenazas, Parejo había sido ministro de Justicia en Colombia. Durante años estuvo en contra de la extradición, pero luego cambió de idea y promovió esa figura para someter a los narcotraficantes y enviarlos a prisión en Estados Unidos. “Debíamos usar todas las herramientas legales para enfrentar a una organización tan poderosa como el Cartel de Medellín”, recuerda.
En el Ministerio de Justicia, Parejo sucedió a Rodrigo Lara Bonilla, su compañero en el Nuevo Liberalismo, un movimiento renovador que se había escindido del Partido Liberal, el más antiguo de Colombia. Lara Bonilla, otro abogado beligerante, había denunciado las actividades delictivas de Pablo Escobar, que en principio se mostraba como un exitoso hombre de negocios surgido desde la provincia de Antioquia. Esa persecución contra el capo lo condenó.
El 13 de enero de 1984, a solo nueve meses de haber jurado como ministro, Lara Bonilla fue asesinado por dos sicarios que dispararon contra su vehículo. “Cuando lo matan, yo cambio mi posición”, recuerda Parejo. “Los narcotraficantes estaban decididos a continuar el derramamiento de sangre, si Estados Unidos solicitaba a alguien, que lo juzgaran allá, donde había más capacidad de investigación”.
Apenas juró el cargo como sustituto de Lara Bonilla, empezaron las amenazas contra Parejo. En varias ocasiones tuvo que dejar su casa y dormir con su familia en el Club Militar de Bogotá, rodeado de hombres armados. Pero más allá de esos muros, el país seguía bajo la ofensiva de Escobar y sus socios, entonces conocidos como los Extraditables.
Con su inmensa fortuna ilegal, Escobar financió una guerra abierta contra el Estado. Entre sus víctimas hubo periodistas, políticos, policías, militares y simples ciudadanos que pasaban por ahí en el peor momento. Pero el capo tenía un afán de venganza personal y en muchos casos ordenó cacerías con nombre y apellido.
Fue el caso de Guillermo Cano, editor del diario El Espectador, de Bogotá. Cano fue el primer periodista que divulgó una fotografía de Escobar fichado en su primer delito por narcotráfico. El 17 de diciembre de 1986 murió baleado cuando salía del periódico. O los coroneles Jaime Ramírez Gómez y Valdemar Franklin Quintero, ambos condenados a muerte por su lucha contra el capo (el segundo, que se sabía en peligro inminente, redujo al mínimo su escolta para morir solo y no sacrificar más hombres en la guerra). O el magistrado Gustavo Zuluaga, que a principios de los ochenta reveló el pasado criminal de Escobar, cuando el traficante llegó a ser congresista.
En agosto de 1989, por orden de Escobar, una ráfaga de ametralladora también mató a Luis Carlos Galán, compañero de Lara Bonilla y de Parejo, perseguidor del narco y candidato presidencial por el Nuevo Liberalismo en las elecciones del año siguiente.
El saldo rojo de este periodo nunca será concluyente, pero algunas cifras revelan su magnitud. Según un reporte de la revista Semana en 2013, los narcotraficantes liderados por Escobar ejecutaron 623 atentados que provocaron el fallecimiento de 402 civiles y dejaron 1710 heridos. A esto se suma la muerte de 550 policías, cuyas cabezas tenían un precio atractivo para los sicarios de Medellín.
Esa ciudad no ha logrado sacudirse del todo esta herencia indeseable. Aunque sus cifras de violencia han bajado de forma evidente, el fantasma Escobar aún sobrevive. El lucrativo negocio de los narcotoursestá en auge, con miles de turistas extranjeros que llegan a Medellín atraídos por la leyenda. La percepción en torno a su legado sigue dividida. Aunque la mayoría entiende que el capo fue un hombre violento que asesinó en masa, unos cuantos lo ven todavía como una suerte de Robin Hood paisa. Escobar donó casas y canchas deportivas en barrios populares de Medellín, y sus lugartenientes fueron leales a cambio del dinero que les daba para ayudar a sus familias.
El intento por borrar su memoria se ha convertido en una cruzada oficial. Varios alcaldes y gobernadores en esa región de Colombia han presionado y han invertido fortunas en publicidad para construirle a la ciudad una nueva imagen, alejada del imaginario del narco.
Federico Gutiérrez, el actual alcalde de Medellín, ha rechazado en un par de ocasiones los gestos de músicos internacionales, que al visitar la ciudad llevaban camisetas estampadas con el rostro del Patrón, como le decían a Escobar. Gutiérrez incluso ordenó la demolición del edificio Mónaco, antigua residencia de Escobar, para construir allí un parque como homenaje a las víctimas.
La estrategia de los secuestros
Durante la guerra del narco, mientras las bombas aterrorizaban a la población en las calles, los Extraditables realizaban secuestros selectivos para presionar al gobierno colombiano con el objetivo de evitar la extradición. Una frase atribuida a Escobar resumía la disyuntiva: “Preferimos una tumba en Colombia a una celda en los Estados Unidos”.
En 1990, el capo emprendió una nueva ofensiva y secuestró a varias personas, elegidas de forma estratégica, para continuar su chantaje y evitar que la extradición fuera aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente, que sesionaba en ese momento.
La periodista Azucena Liévano cayó en ese grupo el 30 de agosto de 1990. “Diana Turbay, hija del expresidente Julio César Turbay, era mi jefa en el Noticiero Criptón y estaba buscando una entrevista con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional. Pasaron varios meses de acercamientos, hasta que se dio la oportunidad. Nos fuimos en busca de esa entrevista, pero fue una trampa: caímos en manos de Pablo Escobar”.
Junto a Turbay y un equipo de periodistas y camarógrafos, seis personas en total, Liévano viajó por tierra hasta una zona rural cerca de Medellín. Allí pasaron dos días antes de que les informaran que estaban en manos de los Extraditables.
“En ese momento sentimos un gran temor porque entendíamos que estábamos en un momento difícil, de mucha violencia en el país”. Esta época fue recreada por el escritor Gabriel García Márquez en su libro Noticia de un secuestro, donde entrelaza la situación íntima de los cautivos con la evolución de las negociaciones que gestionaban su libertad ante el gobierno del entonces presidente, César Gaviria.
Durante el secuestro, los subalternos de Escobar a ratos hablaban con Azucena Liévano y el resto de los rehenes. “Insistían en que Escobar se quería someter a la justicia, pero con sus condiciones”, recuerda la periodista. El trato de los captores variaba. “A veces nos trataban bien; nos decían que compartían nuestro dolor, que sus familias también sufrían. Pero con frecuencia nos amenazaban con entregar nuestros cuerpos en costales frente a la Casa de Nariño”.
Azucena Liévano permaneció secuestrada durante tres meses y medio, hasta que un día le dijeron que se iba, pero sola. “Diana y yo siempre planeábamos nuestra liberación juntas. Fue un dolor muy grande, porque en esos meses ella fue todo para mí. Me dijo que me fuera tranquila, que ella pronto salía”.
El 25 de enero de 1991, en una operación de rescate ejecutada por el ejército, Diana Turbay recibió un disparo que provocó su muerte pocas horas después. La versión oficial dice que los secuestradores la ejecutaron. Otra versión dice que murió por fuego oficial.
Para Liévano, lo que Escobar buscaba con estas acciones era el poder; cada vez más poder. Lo recuerda como un hombre inteligente y muy astuto, que veía a su propio país de una manera muy distinta. También sus subalternos lo veían a él con otros ojos. Para ellos era el benefactor, la persona que velaba por sus familias, sus madres, sus hijos. La mano generosa que llenaba el vacío del Estado.
Esta historia difícil es algo que Azucena Liévano ha preferido evitar durante años. “Yo había decidido no contarla más, porque duele mucho. Pero he pensado que es mi responsabilidad con la memoria de este país”, afirma la periodista. Liévano critica el protagonismo desmedido que los medios, en especial la televisión, le siguen dando a la figura del narcotraficante que con frecuencia es retratado como una suerte de forajido hábil y simpático.
Liévano cree que las nuevas generaciones tienen que saber quién fue el verdadero Escobar. Considera necesario que el país sepa qué pasó y quiénes fueron sus víctimas: “Yo puedo contar la historia, porque sobreviví. Pero hay mucha gente que no, y ellos son víctimas invisibles. Debemos recordar quién fue Pablo Escobar y entender en qué convirtió a este país”.