Hace años alguien se ocupó de meternos en la cabeza el eslogan de que las energías renovables eran caras. Su espectacular evolución tecnológica, singularmente la de los últimos diez años, ha esfumado cualquier atisbo de aquel eslogan. Como día tras día la energía solar y la eólica baten a las tecnologías convencionales en las subastas que se celebran a lo largo y ancho del planeta, ahora el problema ya no es su precio, sino que son “intermitentes”. Yo diría mejor “discontinuas”, “irregulares”, o “no gestionables”.
Los complejísimos sistemas eléctricos se enfrentan, por tanto, al reto de incorporar unas nuevas formas de energía limpias y muy baratas, pero que requieren de nuevas técnicas para gestionar su discontinuidad natural. El reto es de envergadura, pues se trata de que en un plazo máximo de 30 años la práctica totalidad de la electricidad provenga de fuentes renovables y de que, además, se incremente el uso que hacemos de la electricidad, promoviendo su popularización tanto en el transporte (vehículos y ferrocarriles eléctricos), como en la climatización (bombas de calor aerotérmicas y geotérmicas).
Este es el marco en el que se encuadran las negociaciones que se están llevando a cabo en el seno de la Unión Europea en relación al denominado paquete de invierno. Un reto sin precedentes que va a revolucionar un sector que lleva más de 100 años funcionando sin prácticamente innovación alguna.
Confío en que nuestros responsables políticos sean conscientes de que lo más importante es adaptar los actuales mercados energéticos para facilitar —que no subvencionar— las nuevas formas de producción de energía. Producir electricidad con gas o con carbón, sobre todo cuando un país carece de reservas autóctonas, supone enfrentarse a una gran incertidumbre sobre el coste al que poder hacerlo dependiente, en gran medida, de mercados internacionales controlados por cárteles, en los que un país como España tiene escasa o nula influencia. De ahí que los mercados eléctricos que se han desarrollado en los últimos años se basen en mecanismos de cortísimo plazo en los que las empresas acababan trasladando las variaciones del precio de su materia prima a los consumidores.
Las renovables, por el contrario, apenas tienen costes variables. Son inversiones en tecnología. Una vez comprados los paneles solares o los aerogeneradores sus costes de mantenimiento son mínimos y su materia prima, gratuita. Por eso la estabilidad regulatoria y los mecanismos que fomentan la contratación a largo plazo son primordiales. Cuanto más profundicemos en ambos, menor será la rentabilidad que exijan los inversores a su dinero y, en consecuencia, menor será el precio que pagaremos en nuestro recibo de la luz.
Es más, estas nuevas formas de energía nos van a situar en el centro del panorama energético. Hoy en día es posible autoabastecerse parcialmente con energía solar a precio más barato que el que ofertan las eléctricas. La adecuada regulación de este nuevo papel de los consumidores, tanto en lo referente a la libertad para autoabastecerse sin trabas como a la de vender los excedentes a través de mecanismos sencillos se me antojan, igualmente, fundamentales para el éxito de esta apasionante transición energética.