La ronda número once de conversaciones comerciales entre China y Estados Unidos terminó en Washington sin más acuerdo aparente entre las delegaciones que el desayuno: donuts, que llevaban los guardaespaldas en grandes bolsas. EE UU ya ha puesto en marcha su anunciado aumento de aranceles sobre productos chinos por valor de 200.000 millones de dólares, y no hay fecha para retomar las negociaciones. Aunque, al abandonar Washington, el jefe de la delegación china, el vice primer ministro Liu He, se declaraba “cautelosamente optimista”, también dejaba claro que las posturas están separadas por enormes diferencias de fondo.

Los canales siguen abiertos, han insistido las dos partes. “Las negociaciones no se han roto” y se retomarán en Pekín en algún momento del futuro, subrayaba Liu, el hombre de confianza del presidente chino Xi Jinping para los asuntos económicos, en una rueda de prensa con medios chinos. Pero también admitía que existen “desacuerdos sobre cuestiones de principio”. Tres cuestiones en las que, subrayó, China “no cederá bajo ningún concepto”.

Para poder llegar a un acuerdo —ha explicado—, su Gobierno considera obligatorio que Estados Unidos levante sus aranceles adicionales; que el aumento del volumen de compras de productos estadounidenses que Washington exige a China sea realista y se ciña a la demanda interna china; y —sobre todo— que el documento final del acuerdo sea “equilibrado” para garantizar la “igualdad y la dignidad” de los dos países.

En esa tercera condición, la “dignidad”, está la clave. El actual punto muerto se desató, como ha publicado la agencia Reuters, cuando Pekín eliminó del borrador de acuerdo las referencias a que cambiaría sus leyes para aceptar las demandas de EE. UU. sobre protección de la propiedad intelectual, acceso a los mercados de servicios financieros y transferencia forzosa de tecnología, entre otros. Para Washington, esos términos eran la garantía para hacer cumplir lo que -creía- se había acordado. Para Pekín representaban una injerencia intolerable en su soberanía. Y un cambio en su modelo económico que Xi Jinping no tiene ninguna intención de aceptar. Venga lo que venga.

“China está dispuesta a pagar un cheque, pero no a transformar su modelo económico estatal en una economía de mercado”, escribía esta semana Alicia García-Herrero, economista jefe para Asia Pacífico del banco de inversiones Natixis. “El abrupto cambio de dirección [de el presidente estadounidense, Donald Trump] en la estrategia de negociación revela desesperación, más que fuerza” al imponer los nuevos aranceles, que pasan del 10 al 25%, y amenazar con gravar de la misma manera al resto de productos importados chinos.

Y China ha llegado a la conclusión de que tiene margen de maniobra para aguantar lo que cree que puede ser una guerra de desgaste prolongada. La desconfianza de Pekín es grande, y domina la percepción de que, al final, el objetivo de EE. UU. es impedir que este país se convierta en una gran potencia. No ha ayudado que esta semana las autoridades estadounidenses denegaran una licencia de operación a la principal compañía telefónica china —China Mobile— e intensificaran su retórica contra el gigante tecnológico Huawei.