Pedro Almodóvar se puso a escribir Dolor y gloria influido por sus sensaciones de tranquilidad y de calma en la piscina donde se trataba su dolor de espalda hace unos veranos.
“El mejor momento del día”. De esa corriente pasó a una corriente de su infancia, la del río donde su madre y las mujeres del pueblo lavaban la ropa.
“Para mí era una fiesta y me di cuenta de que estaba escribiendo de mí mismo, del paso del tiempo”, aseguraba sobre el escenario.
Finalmente, su inmersión en una vida que es la suya solo en parte, un juego de autoficción que lo mismo reproduce su casa en la pantalla que construye una infancia imaginada para el guion, le ha llevado a ganar siete goyas.
Su canto de amor al cine (“no concibo la vida sin seguir rodando”, confesó) fue elegida la mejor película de la 34ª gala de los premios Goya.
En realidad, toda la ceremonia —larga, eterna— fue un homenaje a Almodóvar. Penélope Cruz y Ángela Molina le entregaron el premio a mejor dirección.
“El cine de Pedro me ha hecho más libre”, aseguró con su galardón a mejor música en la mano el compositor Alberto Iglesias, que con este lleva 11: es la persona con más estatuillas.
El premio a mejor actor protagonista fue para Antonio Banderas, el Salvador Mallo, trasunto de Almodóvar en su físico y en sus enfermedades, que no en sus vivencias. Para eso se habían montado unos Goya en Málaga: para que por fin el actor lograra su primer premio competitivo —recibió el de Honor en 2015— tras cinco nominaciones previas. Los más de 3.200 asistentes, el mayor aforo en las 34 ediciones de los premios, se pusieron en pie para aplaudirle. Muy emocionado, golpeando la estatuilla, renunció a dar su discurso preparado.
“Todo esto es Pedro. Hemos pasado cuatro décadas y ocho películas… Nunca he conocido a alguien con la lealtad que tú tienes para tu cine”, arrancó. “Y tenía que llegar hasta aquí contigo”.
Para cerrar sus palabras, Banderas celebró que se cumplían tres años de su infarto de miocardio.
“No solo estoy vivo, sino que me siento vivo”.