BOGOTÁ — Los dos bandos de la oposición democrática venezolana, tanto el que optó por no acatar la convocatoria electoral al considerarla una celada inconstitucional, como el que decidió participar con la certeza de que existía la oportunidad real de salir del gobierno de Nicolás Maduro, amanecieron hoy con el panorama político real completamente desplegado ante sus ojos, literalmente, sin anteojeras.
El domingo 20 de mayo todo ocurrió como estaba previsto. Las elecciones presidenciales se realizaron sin grandes sobresaltos. La maquinaria oficialista, como es costumbre, actuó con impúdica ventaja. El ausentismo y la apatía fueron la rutina durante todo el día. Y, al final, en un ritual que ya todos los venezolanos conocen bien, la presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE) leyó los resultados cantados con anterioridad. La casa gana con casi el 68 por ciento del total de los votos. Los opositores pierden, acumulando entre los tres candidatos alternos apenas el 32 por ciento. Y la abstención superó el 50 por ciento, según el CNE.
La imagen se parece al final de esas películas de Quentin Tarantino en donde todos, los buenos y los malos, pierden. En este caso, la mayor derrota es para quienes tenían más esperanzas. Para el candidato Henri Falcón y sus seguidores —cuya participación electoral y su propuesta de desconocer los resultados ha ratificado la tesis de quienes lo adversaban— las elecciones fueron una farsa.
Todos los factores actuaron en su contra. La idea de que era mejor votar, aunque no fuese en las mejores condiciones, no tuvo éxito. El sentimiento de desconfianza ante el gobierno era más profundo que el simple llamado de la dirigencia opositora a abstenerse.
Que Falcón tuviese un pasado militar y chavista; que estuviese acompañado por figuras de partidos de maletín estigmatizados por leyendas de corrupción política y su asociación a líderes emblemáticos del fracaso bipartidista anterior al chavismo —como Eduardo Fernández y Claudio Fermín, quienes encarnan dos carreras presidenciales frustradas— hicieron que la gente prefiriera abstenerse antes que arriesgarse a una nueva estafa.
El gobierno, ganando, también pierde. Primero, porque la abstención mayoritaria —la más alta en la saga de las elecciones presidenciales desde 1958— es evaluada como una acto político de desobediencia civil. Y, además, porque a diferencia de los comicios presidenciales anteriores validados por todos, esta vez los resultados —y por lo tanto la próxima presidencia de Nicolás Maduro— no son reconocidos por un gran número de gobiernos democráticos de América y Europa.
La oposición agrupada alrededor de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) tampoco es, en sentido estricto, triunfadora. La participación de Falcón en la contienda la fracturó y debilitó el boicot electoral. La candidatura del “progresismo” de alguna manera medio lavó la cara totalitaria del gobierno. Y la abstención —que es, efectivamente, un acto de rebeldía ciudadana— no cambia para nada las relaciones de poder. Es un acto moral sin efectividad política inmediata.
La unidad opositora ahora se queda en medio de la pista, con el testigo en las manos, desconcertada, sin discurso ni ruta hacia donde continuar su carrera de relevos por la restauración de la democracia.
En apariencia nada cambió con las elecciones presidenciales del 20 de mayo. Pero la aplastante derrota de Falcón cierra hasta nuevo aviso la resolución electoral del conflicto. Y abre una nueva era de las relaciones entre un régimen político considerado por cada vez más gobiernos una dictadura y una población cada día más desesperada e irritada con su presencia.
A menos que el gobierno convoque unas elecciones en condiciones democráticas, equitativas y transparentes, los electores opositores no volverán a las urnas. El liderazgo de la MUD supo tomar el pulso de la sociedad. Figuras públicas que hasta ahora se manifestaban incondicionales de una transición no sangrienta, de una salida electoral que no dependiese otra vez de los militares, han comenzado a expresar en las redes que no avalarán una salida no electoral, pero que tampoco la condenarán.
La dirigencia democrática se enfrenta al reto más grande de estas dos décadas: aprender a volar por instrumentos, a darle eficacia práctica al apoyo creciente de la comunidad internacional democrática y hacerse de un mapa de ruta para impedir que la población entre en la desesperanza total.
Otro dilema se les viene encima a los ciudadanos comunes y los activistas políticos con convicciones democráticas: dejar que el gobierno, a la usanza de las casi seis décadas de dictadura comunista en Cuba, se perpetúe en el poder, convocando periódicamente a elecciones blindadas para no perder; o aprender a convivir con las otras salidas propuestas y en desarrollo: la asonada militar, la insurrección popular de calle, la intervención extranjera o una mezcla de las tres.
El deber de la dirigencia democrática es asegurar que todas las estrategias terminen siempre en una reivindicación de la legalidad democrática resumida en la Constitución. De lo contrario corremos el riego de tener por más tiempo a otros militares como los grandes árbitros de la vida política venezolana. O a Nicolás Maduro muriendo como Fidel, anciano, en su cama, con todos los hilos del poder entre sus manos.