No sé si la pésima fama de la Big Pharma (las multinacionales farmacéuticas) se debe a John Le Carré o si este novelista aprovechó una percepción social previa en su libro El jardinero fiel, de 2001. Creo en cualquier caso que los ciudadanos de las democracias occidentales no tenemos derecho a quejarnos, pues hemos sido nosotros, a través de nuestros representantes legítimos, quienes hemos decidido dejar el avance de la farmacología en manos de unas grandes corporaciones cuyo fin declarado, como parece lógico, es maximizar los beneficios para sus directivos y accionistas. Las consecuencias de este error brillan como supernovas durante la pandemia de covid-19. Después se convertirán en agujeros negros.
La actividad empresarial innovadora, como sin duda es el caso del sector farmacéutico, se rige por el sistema de patentes. “Las compañías farmacéuticas suelen invertir en terapias que, predeciblemente, maximizarán los beneficios durante la vida de una patente”, dicen Will Zerhouni, Gary Nabel y Elias Zerhouni en un editorial de ‘Science’. Los dos últimos, curiosamente, son o han sido altos cargos científicos del gigante de las vacunas Sanofi, un miembro de pleno derecho de la Big Pharma, y uno de ellos dirigió los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos, la mayor maquinaria pública de investigación biomédica del mundo. Sus opiniones no se han caído del cielo, sino que están enraizadas con fuerza en la evidencia.
El negocio de las farmacéuticas es uno de los más arriesgados que existen en el panorama actual. La inversión para desarrollar un nuevo medicamento es muy abultada, y a menudo no conduce a parte alguna. Cuando un fármaco sale bien, las empresas tienen que recuperar la pasta durante los 10 o 12 años en que la patente está activa, y no suelen conformarse con cubrir gastos, naturalmente, sino que inflan los precios para obtener el mayor beneficio posible. Eso es bueno para los accionistas, pero no para los ciudadanos. En la presente crisis, ese sistema impedirá probablemente que los fármacos y vacunas anticovid lleguen a la población mundial, que es justo lo que necesitamos para controlar la pandemia. Ni los países en desarrollo ni las crecientes bolsas de pobreza del mundo desarrollado podrán pagar esos precios, y ni siquiera los sistemas de sanidad europeos, con sus arcas consumidas por los recortes y la rapacería, se verán capaces de pagar la factura.Entre la codicia de los unos y la miopía de los otros, la siguiente pandemia nos volverá a pillar con el paso cambiado
Ahora imaginemos que la preparación para esta y otras pandemias dependiera solo de los Gobiernos, o sobre todo de ellos. ¿Resolvería eso el problema? Tampoco, porque los gobernantes son fisiológicamente incapaces de pensar a más de una legislatura vista, no hablemos ya del largo plazo, que es el equivalente político de la ciencia ficción. Entre la codicia de los unos y la miopía de los otros, la siguiente pandemia nos volverá a pillar con el paso cambiado. A menos que seamos inteligentes y encontremos formas creativas de liberarnos de esas cadenas neolíticas. Si queremos protegernos, podemos hacerlo. ¿Queremos?