“Nuestro ejército limpiará de terroristas toda la frontera, desde el Mediterráneo hasta Irak, como un rodillo”, ha prometido el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en alusión a las milicias kurdas apoyadas por Estado Unidos. “Washington debe apartar de inmediato a los soldados –unos dos mil– que mantiene en Manbich”, ha exigido el ministro de Exteriores, Çavusoglu.

Tanto el contenido como el tono de las declaraciones desde Ankara es inquietante. Atacar a los kurdos de Siria, que han derrotado al Estado Islámico y forman una cuña entre Turquía y el mundo árabe, está degenerando en un peligroso atrincheramiento en campos enfrentados de los dos ejércitos con más efectivos de la OTAN, el turco y el estadounidense. La ofensiva Ramo de Olivo cumple diez días con más de cuatrocientas muertes en el lado kurdo y varias decenas en las filas del ejército turco y de los milicianos árabes que le apoyan.

La OTAN está tratando con guantes de seda la ofensiva de Turquía

Es cierto que la OTAN está tratando con guantes de seda la ofensiva de Turquía. Lo contrario sería lanzarla en brazos de Rusia, con consecuencias incalculables en el Mediterráneo y Oriente.

Alguien subestimó los traumas nacionales de un pueblo que, desde Constantinopla, dominó gran parte de Europa, Oriente Medio y el Norte de África y que, tras la Primera Guerra Mundial, vio su territorio prácticamente reducido a Anatolia. Todo el arco parlamentario –excepto los kurdos del HDP– apoya la ofensiva de Erdogan frente a unas milicias que allí donde van plantan el retrato de Abdulá Öcalan, el fundador del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) encarcelado en una isla cercana a Estambul.

Desde Occidente casi siempre se olvida que la oposición turca, tanto de izquierda como de derecha, es aún más nacionalista, más uniformizadora y más rabiosamente refractaria a la diferencia kurda que el partido de Erdogan. También se olvida que Turquía es un país de tradición marcial secular. Según las encuestas, el único de Europa en que una mayoría de los hombres no dudaría en tomar las armas para defender su país.

La tensión entre Washington y Ankara ha alcanzado incluso a la llamada telefónica mantenida entre los presidentes Trump y Erdogan

El gobierno turco lleva meses denunciando el apoyo estadounidense a las Unidades de Protección Popular y su brazo político. Estas organizaciones no nacieron al calor de las primaveras árabes para oponerse a El Asad, que de hecho, las toleró desde entonces para contrarrestar a los yihadistas. Su organización en Siria por parte del PKK se remonta a principios de la década pasada y con el tiempo fueron aplastando a organizaciones kurdas más veteranas, tanto autónomas como vinculadas a partidos kurdos de Irak.

La tensión entre Washington y Ankara ha alcanzado incluso a la llamada telefónica mantenida entre los presidentes Trump y Erdogan la semana pasada. La paternalista nota oficial emitida desde Washington –Trump estaba en Davos– fue contestada por los turcos como apócrifa.

Ahora, sin embargo, junto al rodillo de Erdogan, asoma también una rama de olivo, con la oferta de desescalar la tensión con el Pentágono, a pesar de que este habría incumplido la promesa de no intervenir –y mucho menos asentarse– al oeste del Éufrates. Los movimientos conciliadores de Ankara lo parecen todavía más por poco que se lea la prensa progubernamental. Algunos de estos columnistas no se reprimen ya a la hora de considerar a EE.UU. como país “enemigo”, o de catalogar el golpe de Estado del 2016 como una forma de desactivar cualquier resistencia a los planes estadounidenses para Turquía y Oriente Medio.

Aquel 15 de julio, Erdogan llegó a ordenar que se dejara sin luz a Incirlik, una base de la OTAN clave para la fuerza aérea estadounidense. Ahora, de tensarse la situación, la base de Incirlik podría verse rodeada por una masa hostil, según hemos leído en diarios como Yeni Safak. Est es algo perfectamente imaginable, a la vista de aquel 15 de julio y del sustrato social, tan parecido al del chavismo, que arropa a Erdogan.

Incluso acontecimientos de los últimos tres años están siendo reinterpretados a la luz de la actualidad y de la infiltración en el aparato estatal de la organización del predicador Fethullah Gülen, alguien que, sin tener más que estudios primarios, habría levantado desde Pennsylvania un imperio de influencias en más de cien países. De este modo, el derribo de un caza ruso que cruzó durante unos segundos el espacio aéreo turco junto a la frontera siria, es visto ahora como una provocación gülenista. En este argumento, sin embargo, se olvida, que Erdogan defendió durante meses al piloto del avión turco que derribó el caza ruso. También el asesinato a tiros del embajador de Rusia en Ankara, hace trece meses, habría sido una operación Gülenista.

Desde entonces, Ankara ha mejorado sus relaciones con Moscú y, a la misma velocidad, se han deteriorado con Wa­shington. La esperanza de que Trump diera un giro a la estrategia heredada Obama pronto se desvanecieron.

La intervención del ejército turco en Afrin no habría sido posible sin el consentimiento de Rusia. Los rusos querían castigar a sus antiguos aliados kurdos por haberse convertido en los escuderos de estadounidenses e israelíes, con un ojo puesto en desestabilizar Irán y otro en la contención de la impredecible Turquía de Erdogan.

Anatolia también tiene una larga historia en común con la región. Lo atestigua el templo hitita en el enclave de Afrin, ahora presuntamente destruido por la aviación turca.