Siete años después del estallido que despertó la ola revolucionaria en el mundo musulmán, tan solo Túnez ha consolidado apenas su proceso democrático en el norte de África y Oriente Próximo.

Precisamente en el menor de los países de Magreb prendió la llama de la insurrección regional conocida como ‘primavera árabe’, tras la acción desesperada de un joven vendedor de fruta que se quemó a lo bonzo contra la opresión. La inmolación de Mohamed Buazizi, a quien la policía había confiscado el 17 de diciembre de 2011 la carretilla y su mercancía en Sidi Buzid, localidad del interior tunecino, desencadenó una revuelta popular que forzó la huida del país del dictador Zin el Abidin Ben Ali.

Fue la primera de una ola revolucionaria que barrió una docena de naciones, pero el resto de ellas siguen siendo autocracias más o menos estrictas, como Egipto; o o se han transformado en Estados fallidos, como Yemen y Libia, o convertido en sangrientos campos de batalla, como Siria.

Los dos Estados hegemónicos que encarnan las dos grandes corrientes del islam —la Arabia Saudí suní y el Irán chií— han movido los hilos de algunas de estas revueltas, que las potencias globales han aprovechado también para marcar su presencia en un arco musulmán que va desde el Atlántico hasta el golfo Pérsico. La ‘primavera árabe’, concepto que sirve para fijar la mirada en un periodo de mutaciones, ha desembocado en una nueva guerra de religión en el orbe islámico, escenificada como guerra mundial de baja intensidad en Siria. Aunque la corriente revolucionaria ha fracasado y casi todos sus brotes se han marchitado, ha introducido algunas transformaciones en la vida cotidiana de los jóvenes y las mujeres que han venido para quedarse, y sobre todo ha abierto el ventanal de la comunicación a través de las redes sociales

TÚNEZ / La cara de la rebelión

Durante los primeros compases de la ‘primavera árabe’, Túnez y Egipto se desarrollaron como almas gemelas. Sus ciudadanos derrocaron a través de una revuelta pacífica a sus respectivos tiranos, el egipcio Hosni Mubarak y el tunecino Ben Alí, poniendo en marcha sendos procesos de transición a la democracia que llevaron al poder a los islamistas en un primer momento.

Túnez es percibido por la comunidad internacional como el único caso de éxito de las revueltas árabes. Las tensiones entre fuerzas islamistas y anti-islamistas de 2013 no desembocaron en una confrontación civil gracias al papel de mediador de la sociedad civil, que en 2015 obtuvo por ello el Nobel de la Paz. De las elecciones del año siguiente surgió un gran Gobierno de coalición entre antiguos adversarios que ha servido para apaciguar los ánimos.

Si bien es cierto que la transición democrática ha culminado sus principales etapas, el proceso parece bloqueado, e incluso algunos analistas alertan de una posible regresión. Ciertamente, los tunecinos se han ganado su derecho a la libertad de expresión, pero no ha menguado la corrupción que carcomía el Estado durante la era Ben Alí, ni tampoco desaparecieron del todo los abusos policiales. Y la economía, aunque no ha sufrido un colapso, no ha traído la prosperidad que se auguraba hace siete años. De ahí que muchos tunecinos se sientan decepcionados con una revolución que no trajo tantos cambios como había prometido.

EGIPTO/ La cruz de la revuelta

En Egipto, en cambio, el Ejército provocó un viraje radical en el panorama político con su golpe de Estado en 2013, y desde entonces, la evolución de los dos países norteafricanos ha trazado sendas diametralmente opuestas. Los observadores independientes coinciden en describir el régimen liderado por el mariscal Abdelfatá al Sisi como todavía más brutal y autoritario que el de Mubarak. No en vano, se calcula que en los últimos cuatro años hasta 60.000 personas han sido arrestadas por razones políticas o por hacer uso de sus libertades individuales, y la tortura es moneda corriente en los calabozos. En el Egipto actual, apenas hay espacio para cualquier tipo de disidencia.

En el ámbito económico, la situación tampoco es mejor. A causa del aumento del terrorismo y la inestabilidad política, se desplomaron las inversiones extranjeras y las llegadas de turistas, lo que llevó al Gobierno a tomar una medida drástica: la flotación de la libra egipcia respecto al dólar. En cuestión de días, la moneda del país perdió la mitad de su valor, disparando la inflación alrededor del 30%, y empobreciendo a la atribulada clase media. Así pues, pocos celebran ya el aniversario de aquel 25 de enero que lo empezó a cambiar todo.

LIBIA / Vacío de poder

Una multitud celebra la caída del presidente egipcio, Hosni Mubarak, en el puente de Kasr al Nil sobre el río Nilo, uno de los principales accesos a la plaza de la Liberación en el Cairo, Egipto.
Una multitud celebra la caída del presidente egipcio, Hosni Mubarak, en el puente de Kasr al Nil sobre el río Nilo, uno de los principales accesos a la plaza de la Liberación en el Cairo, Egipto. CLAUDIO ÁLVAREZ

En Libia, el principal cambio que sobrevino tras el asesinato de Muamar el Gadafi,fue el aire de libertad. Las calles se poblaron de banderas, de cánticos, diarios y discusiones impensables un año antes. Pero en seguida quedó en evidencia que nadie había pensado en cómo construir la paz. Las luchas entre facciones, entre el Este y el Oeste del país, crearon un vacío de poder del que se benefició el Estado Islámico, que se asentó en Sirte, la ciudad natal de Gadafi, hasta que fue expulsado el año pasado. El expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, asumió en 2016 que el “peor error” de su mandato fue “no planear el día después de lo que fue la decisión correcta de intervenir en Libia”.

Siete años de conversaciones con todo el apoyo de la comunidad no han servido para sellar la paz entre el Este y el Oeste del país. El petróleo sigue siendo la principal fuente de riqueza para los seis millones de libios. Pero la economía se ha resentido tras siete años de enfrentamientos. En medio del vacío de poder surgieron las mafias de traficantes para lucrarse a costa de los subsaharianos -y también magrebíes- que intentan cruzar el Mediterráneo. La libertad se ha ido estrechando a medida que las milicias acaparan más cotas de poder.

SIRIA / Una sociedad expulsada del futuro

Cerrando el séptimo año de guerra, las masivas protestas populares que estallaron en Siria en marzo de 2011 han quedado atrás. La deriva armada, alimentada primero por la represión estatal y más tarde por la injerencia de potencias regionales, ha transformado la contienda expulsando a los sirios de su propio futuro, hoy en manos de Turquía, Arabia Saudí, Irán, Estados Unidos y Rusia.

El balance de la guerra es demoledor. Más de 340.000 personas han perdido la vida, un tercio civiles. La mitad de la población ha abandonado sus hogares huyendo de los combates: cinco millones se han refugiado en los países vecinos y otros 6,5 millones han sido desplazados internamente. La factura económica de la reconstrucción supera los 200.000 millones de euros al tiempo que las dos principales fuentes de ingresos del país —el crudo y la agricultura— se derrumban. Cerca de la mitad de los centros médicos y escuelas sirias han sido destruidos por los combates.

Conforme las tropas de Bachar el Asad han ido recuperando las dos terceras partes del país y los focos de la guerra se concentran. La vertiginosa depreciación de la libra siria ha consumido los ahorros de la población. Los asedios, y los acuerdos de desplazamiento y la volatilidad de los frentes han provocado drásticos cambios demográficos con un masivo éxodo rural que ahoga y empobrece a las principales urbes.

De las proclamas que exigían las calles sirias en 2011, apenas han obtenido la libertad que les confieren las redes sociales. Exhaustos, los sirios hoy claman seguridad, escuelas para sus hijos y hospitales para sus padres. Regresar no es una opción para parte de los refugiados y desplazados, convencidos de que a su retorno les espera la represión.

YEMEN / De la frustración a la guerra

Entre enero y febrero de 2011 la ‘primavera árabe’ llegó a Bahréin y Yemen. Inspirados por la valentía de tunecinos y egipcios, los jóvenes de ambos países también se echaron a la calle pidiendo democracia. Como aquellos, también lograron atraer a otros sectores sociales mientras coreaban “El pueblo quiere la caída del régimen”, pero ahí se acabó la similitud. La transición ejemplar que pareció haberse conseguido en Yemen ha desembocado en una guerra civilatizada por las rivalidades de las potencias regionales. En Bahréin, ni siquiera hubo un instante de esperanza: a la represión interna se ha sumado el silencio internacional. Fueron dos revueltas muy distintas entre sí.

En Yemen, uno de los países más pobres del mundo, la Revolución, como la llamaban sus promotores, sirvió de paraguas para que las distintas fuerzas centrípetas del país trataran de avanzar sus intereses. Aquella alianza imposible de universitarios idealistas, secesionistas del Sur, rebeldes Huthi del Norte,desprestigiados partidos políticos, e islamistas tratando de pescar en río revuelto, nunca tuvo otro objetivo común que plantar cara a las tres décadas de poder de Ali Abdalá Saleh.

Pero su salida del poder en 2012 (más por la presión internacional que de la calle) le dejó la inmunidad y la capacidad de maniobra que permitió el golpe Huthi, desatando la intervención militar saudí. Hoy, la pobreza se ha convertido en miseria, siete de sus 26 millones de habitantes pasan hambre, un millón ha sido afectado por el cólera y se ha abierto una brecha sectaria que no existía (entre los zaydíes, un 40% de la población que sigue una rama del islam próxima al chiísmo y cuya defensa se arrogan los Huthi), y el resto (suníes). La situación se ha deteriorado tanto que hasta se ha lamentado la muerte de Saleh a manos Huthi a principios de este mes.

BAHRÉIN / La represión sectaria

En Bahréin, un país rico por comparación, la petición de mayor representatividad política estuvo alentada por diferencias comunitarias. El peso de los chiíes, que suponen dos tercios de los 750.000 bahreiníes y llevan décadas quejándose de discriminación, dio un tinte sectario a las protestas que la familia gobernante, los Al Khalifa (suní), reprimió sin contemplaciones y con la ayuda de tropas saudíes y emiratíes. El rechazo a dialogar, reflejado en la destrucción de la plaza de la Perla(donde se instalaron los indignados), radicalizó a los manifestantes que de pedir una monarquía constitucional, pasaron a reclamar la muerte del rey.

Desde entonces, la revuelta se ha convertido en un conflicto de baja intensidad,mientras el Estado ha encarcelado a decenas de activistas pacíficos, y cercenado derechos y libertades, ante el silencio cómplice de la comunidad internacional. No queriendo poner en peligro la base naval de que disfrutan en Manama, EE UU (que tiene allí el Mando Central de sus Fuerzas Navales) y en menor medida la UE, han cerrado los ojos a la falta de consecuencias del informe de la Comisión Independiente de Investigación con la que el monarca quiso lavar su imagen.

ARGELIA / Resignación ante el espejo de Siria y Libia

El presidente Abelaziz Buteflika, que llevaba 12 años en el poder, consiguió vadear la ola de manifestaciones sin emprender grandes cambios. “Se ha revisado la Constitución en 2016”, señala el director del sitio digital TSA, Lounes Guemache, “pero sin que haya una evolución democrática ni un proceso de apertura”. “Prueba de ello”, añade, “es que en las próximas presidenciales, que se celebrarán en 2019, solo caben dos opciones: o se presenta Buteflika en un quinto mandato (a pesar de que no se dirige directamente a la nación desde 2012) o saldrá designado el hombre al que el llamado “poder” designe como candidato.