El filósofo Jesús Mosterín, que murió hace unos meses, decía que los grandes avances del conocimiento solían ser obra de gente anormal. Por si no tuviéramos bastante con los ejemplos de Galileo, Newton, Maxwell o Einstein, la segunda mitad del siglo XX nos regaló a Richard Feynman para dar la razón a Mosterín. De Feynman, que estos días cumpliría 100 años, se puede decir cualquier cosa menos que era una persona normal.
Bombas atómicas y strippers. Es difícil que la historia vea en Feynman un príncipe azul, sino uno de esos anormales que hacen avanzar nuestro conocimiento
Todos nos hemos preguntado si conocer el comportamiento sexual de Woody Allen nos permite ver Annie Hallo Manhattan con los mismos ojos deslumbrados con que las vimos en los ochenta. En el caso de Feynman, no ha lugar a la duda: sus aportaciones a la física seguirían siendo enormes aun cuando hubiera sido un asesino en serie o un banquero depredador. Hacer una lectura moral de la ciencia es un camino dificultoso y lleno de trampas, una buena tarea para los historiadores del futuro.
Feynman no fue famoso en vida. Nunca fue una celebrity como Einstein. La mayor parte de la gente, al menos en Estados Unidos, se enteró de su existencia en 1986 —dos años antes de su muerte—, cuando participó en la comisión presidencial para investigar la tragedia de la lanzadera Challenger de la NASA, cuya explosión al poco de despegar de Cabo Cañaveral transmitió al mundo en directo la muerte de siete astronautas. Feynman, en su última aparición pública —y primera para el gran público— mostró ante las cámaras la razón del desastre usando un trozo de goma y un vaso de agua con hielo: la goma se deformó, como se había deformado una gigantesca arandela de goma durante el despegue en un día muy frío del invierno de Florida. A la NASA no le gustó nada la claridad de la explicación. Los demás la agradecimos mucho.
Para entonces, sin embargo, la carrera científica de Feynman había producido algunos de los saltos conceptuales más creativos y poderosos de la segunda mitad del siglo XX. Descendiente de judíos polacos y rusos que habían emigrado a América en el siglo XIX, Feynman nació en un barrio obrero de la banlieu de Nueva York, hijo de una ama de casa y un trabajador que cosía uniformes y, pese a ello, inculcó en su hijo una profunda desconfianza hacia la autoridad. Su talento, sin embargo, le permitió navegar desde muy joven por el camino de la excelencia científica: carrera en el MIT (Massachusetts Institute of Technology, junto a Boston), doctorado en Princeton con uno de los grandes seguidores de Einstein, John Wheeler (que acuñó el término “agujero negro”) y reclutado a los 23 años para la investigación militar que marcó a los mejores cerebros de su generación, el proyecto Manhattan para diseñar la primera bomba atómica. Asistió a la primera prueba nuclear de la historia, el 16 de julio de 1945, en Alamogordo, Nuevo México, y su reacción inmediata fue de euforia. Lo seguía celebrando tres semanas después, cuando fue arrojada sobre Hiroshima. Es terrible pensarlo, pero si lo sabemos es por los relatos autobiográficos del propio Feynman.
Bombas atómicas y strippers.
Es difícil que la historia vea en Feynman un príncipe azul. Pero el relato de sus logros científicos tendrá que convivir con su complicada biografía, con los enredos de su paso por el mundo: con la historia de uno de esos anormales que hacen avanzar nuestro conocimiento.