Es extraño. La violencia criminal aumenta, los femicidios continúan y la respuesta contra el coronavirus ha hecho de México el tercer país con más muertes en el mundo, pero el presidente Andrés Manuel López Obrador mantiene un firme apoyo entre la población. Brasil ve a Jair Bolsonaro en pleno pico de popularidad mientras se encamina a ser la nación con más víctimas por el virus. Y a Nayib Bukele, que dirige El Salvador desde Twitter, avanza contra la institucionalidad y la prensa libre del país, lo adoran en masa.
¿Qué sucede aquí? Si me lo permiten, diré que es infantilización.
Las crisis recurrentes y sistemáticas en que vivimos han plagado nuestra época de tales incertidumbres que no vemos un futuro claro ni esperanzador. En esos momentos de debilidad las sociedades claman por salvadores de convicciones indudables. Ha pasado decenas de veces, nada más revisen la historia: un presidente-padre capaz de protegernos de nuestros temores infantiles con sus certezas sin claroscuros.
Los populismos telemáticos nos hablan desde allí. Cercanos, simples, directos: se dicen pueblo. Y ganan terreno. Sin otra oferta accesible y distinta a lo viejo conocido, con crisis de representatividad y sin mucho más a que aferrarse, sus seguidores llenan los vacíos del discurso de sus mesías para justificar sus propias creencias.
Sería fácil acusar a los seguidores de esos líderes de ignorantes. Yo lo he pensado en momentos de desasosiego y enojo: ¿Qué está mal con esta gente? Quiero ensayar una razón, y es posible que sea la misma que alimenta sus propias elecciones: todos apetecemos repuestas en un mundo que ya cambiaba demasiado rápido cuando nos cayó encima la pandemia y desestructuró uno de nuestros últimos relatos, la omnipotencia humana: con toda nuestra ciencia y técnica, no hemos sido capaces de controlar el ataque de un organismo minúsculo. ¿Qué queda cuando todo fracasa y no se ve un futuro claro? Creer en quien ofrece soluciones tranquilizadoras.
El amor que millones profesan por los líderes populistas no puede ser explicado sin ciertos macrofondos. El fin de los grandes relatos que explicaban la realidad nos dejó solo con una globalización que no ha dado respuestas amables a las necesidades de todos. Las religiones sufren la tensión de una época donde la racionalidad puso en crisis las respuestas absolutas. El cambio tecnológico nos ha hecho vulnerables: el mercado laboral es incierto incluso para los más formados. Nunca se detiene la saturación informativa, nadamos en el río de incertidumbre de las redes sociales. Nada es estable.
Y luego, los políticos que trivializan el mundo simplificando problemas complejos con promesas y mentiras consoladoras. La democracia produce dialécticas subóptimas y millones de electores han escuchado por demasiado tiempo soluciones que se cumplieron a medias, o nunca. Trump, Bolsonaro, Maduro, Bukele, AMLO (y otros) ofrecen un discurso de ideas digeribles, con enemigos identificables y soluciones mágicas. Millones los siguen con devoción casi incondicional porque están hartos. Y no sabemos leer que quien se harta puede hacer volar la democracia por los aires.
Estos presidentes-padres hablan a pulsiones primarias compartidas y activan miedos atávicos. Fabrican crisis que solo ellos, claro, pueden resolver.
Pero el problema tiene otra parte: los críticos también sucumbimos al simplismo. Nos ocupamos de las formas porque creemos que expresan el fondo de algún modo. En ocasiones tomamos una distancia que esconde prejuicios. Y vemos en hombres y mujeres que se aferran a la fe una masa indivisa y homogénea, muy distante de la realidad. Ese error de diagnóstico hace fracasar la construcción de soluciones.
Una porción de los seguidores de los líderes personalistas son activistas aferrados al dogma, pero no son la mayoría. Aunque la ultraderecha europea, por ejemplo, ha crecido, no deja de ser una fuerza electoral pequeña y la base conservadora representa algo más de un cuarto de los votantes de Estados Unidos. Muchas otras personas, en cambio, tienen flexibilidad. Sus votos suelen responder a la necesidad personal o cierto humor colectivo.
Pero no conversamos con ellos. En cuanto eligen mal, los ubicamos en la casilla de los equivocados.
Vamos, no todo el mundo consume las noticias en los medios más rigurosos; demasiadas personas abrevan en fuentes que les dicen lo que desean oír. Muchas otras ni se informan: confían en una visión del mundo alimentada en sus casas, el trabajo, las iglesias o los clubes.
Como los seguidores más recalcitrantes de Trump, Bolsonaro o López Obrador, a menudo nosotros entramos a nuestra vida-burbuja. Lo hicieron los intelectuales de Estados Unidos en 2016: se convencieron de pensar lo correcto y jamás osaron dudar de que la sociedad podía pensar lo contrario. Pero al final Trump llegó a la Casa Blanca. La burbuja tanto protege como aísla.
Huimos del conflicto, evitamos los roces de la diferencia. No nos reunimos con quienes piensan distinto. Nuestros grupos se tribalizan en la vida real y en las redes, donde pasamos cada vez más tiempo.
Hay un encanto maligno en los personalismos cuasi-religiosos y paternalistas, pero los líderes carismáticos solo tienen capacidad de ganar adeptos mientras evitan los cuestionamientos. La apostasía llega cuando muestras que esos dioses encantadores son de barro, carne y hueso. El error reiterado, al cabo, derrumba todo, incluidas las mayorías más consistentes. No hay nadie invulnerable a los fallos ni la paciencia es infinita. La comparación corroe. Acaso por eso Donald Trump, así mantenga posibilidades de ser reelecto en Estados Unidos, cada vez parece más alejado de su contendiente, Joe Biden. Los errores continuos tienen límites, así los índices de popularidad de AMLO, Bolsonaro y Bukele digan lo contrario.
Claro, no es fácil dejar de ser niños con futuros atemorizantes. En tiempos de subjetividades profundas, quizás precisemos una revelación pragmática pero ilusionante capaz de reconstruir una ficción orientadora colectiva. Biden parece querer encarnar eso en Estados Unidos: en vez de confrontar y ampliar brechas, unificar. México, Brasil, El Salvador y los países con presidentes-padres necesitarán alternativas similares. Porque al final, los populismos que infantilizan a los ciudadanos revientan y dejan un boquete difícil de restaurar para las democracias.
No hay sociedad exitosa si no aprendemos a convivir con los codos que nos separan. Por eso los discursos de unificación son importantes: nos sacan de la zona de confort, obligan al diálogo con roces. Pinchar burbujas es crucial. Papá no es nuestra salvación: somos nosotros.
Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará pronto en España.