En dos días el presidente de Perú, Pedro Castillo, cumplirá su primer año en el poder. Pese a que figura en el mapa de la ola de izquierda latinoamericana, su gobierno se parece poco a sus pares y casi nada a los de inicios del siglo XXI. No tiene una verborrea que apasione a multitudes. No ha emprendido grandes proyectos de transformación social. Ni siquiera planes asistenciales que marquen grandes diferencias. No tiene aparato técnico ni político y, felizmente, tampoco la capacidad para hacer un gobierno totalitario.
Sus pocos defensores esperan aún un relanzamiento, una oportunidad para que Castillo aprenda, se reivindique y tome un camino hacia un gobierno redistributivo en favor del pueblo. Estas esperanzas son bobas. Y, sin embargo, el castillismo no va a caer.
El aún corto gobierno de Castillo se ha caracterizado por tres dinámicas muy marcadas. Primero, la incapacidad para la gestión pública. Ha designado como funcionarios a personas poco preparadas y esto, a su vez, ha generado una alta rotación de ministros —más de 50 personas han pasado por 19 carteras en menos de un año—, lo cual ha creado un impacto significativo en la continuidad de políticas públicas. Los peores ejemplos de ello son las compras fallidas de fertilizantes para aliviar la crisis en el sector agropecuario, y las larguísimas colas para que los peruanos puedan renovar sus pasaportes.
Esto no significa que el Estado, previo a Castillo, haya funcionado de maravilla: históricamente ha sido burocrático, ineficiente e indolente. Pero muchos de los gestores públicos han abandonado la gestión pública para evitar comprometerse con decisiones arbitrarias, y muchos de los técnicos de izquierda que acompañaron a Castillo al inicio han sido maltratados y expectorados del gobierno, por lo que cada día es más difícil imaginar que alguna consigna aterrice en una política pública.
En el gobierno de Castillo no solo no se ejecuta, sino que no hay un sueño de país. Es cierto que hubo algunas medidas aisladas de izquierda —como una norma para fortalecer sindicatos—, sin embargo están muy lejos de integrarse en una visión de país. El único horizonte que el presidente ha levantado en su primer año —aunque cada vez con menor frecuencia— es la convocatoria a una Asamblea Constituyente que redacte una nueva Constitución. Pero más que un horizonte es un contenedor vacío, pues no ha expuesto ninguna propuesta sobre lo que desea. Luego del comportamiento visto en el Congreso entre las fuerzas de izquierda y de derecha más extremas, no es descabellado imaginar que un proceso constituyente terminará con una Constitución más conservadora y mercantilista.
En segundo lugar, la gestión ha sido clientelar. Más que ubicarse a la izquierda por un plan nacional (del que carece), lo hace por la gente que lo ha respaldado y a la que le ha dado poder. Castillo no dirige el Estado, sino que va dividiendo la torta en función a los pequeños grupos de intereses e individuos que le son funcionales. A los que están fuera del sector público, como sindicatos o transportistas informales, les responde con propuestas que benefician intereses particulares, no generales.
Por último, ha mostrado despotismo frente a los modales democráticos. Ante las múltiples denuncias de corrupción en su administración, Castillo guarda silencio e intenta obstruir las investigaciones a través de la destitución de funcionarios, restricciones normativas o recursos judiciales de su abogado personal. Tampoco responde ante la prensa.
Castillo también ha demostrado tener la habilidad política de una piedra, algo que, junto con todo lo anterior, lo ha llevado a convertirse en un populista impopular, con la desaprobación de tres de cada cuatro peruanos. Y, sin embargo, no hay Watergate que lo haga caer, no hay bala de plata definitiva contra él. Al menos hasta ahora.
Varios de los denunciantes de presuntos actos irregulares en su gobierno han caído en el mismo amateurismo político que el presidente, un favor que le han hecho al oficialismo para debilitar las acusaciones. El trabajo de la derecha en el Congreso para acreditar las imputaciones ha sido flojo, tomando convenientemente retazos de información y cayendo en teorías conspirativas sobre un fraude electoral inexistente. A estas alturas solo se puede confiar en que la Fiscalía de la Nación encuentre las evidencias concretas que desvistan las mentiras del presidente.
A lo largo de este tormentoso año, la derecha ha intentado posicionar la idea de que la salida de Castillo de la presidencia es la alternativa más conveniente, pues creen que cualquier cosa que venga sería mejor. Esto es, en el mejor de los casos, un acto de fe que reduce el problema de la gobernabilidad del país a un tema de individuos, cuando hace años nos encontramos ante una crisis del sistema de partidos que nos llevó a tener dos opciones antidemocráticas en la segunda vuelta de la última elección que avivaron los peores rasgos de la clase política que se unió a cada bando.
Una potencial salida de Castillo y de la vicepresidenta Dina Boluarte no es solo una idea que divide al país entre los que soportan el desgobierno actual y los que se oponen a él. Es un terreno de confrontación por ver quiénes se hacen del poder. Este lunes 25 hemos visto la presentación de las alianzas para la presidencia del Congreso para el siguiente periodo anual, un cargo que continúa en la sucesión presidencial en caso de que Castillo y Boluarte caigan. Allí, más que coordinaciones por un objetivo común, se develó que hubo grupos de la derecha dispuestos a despedazarse por un trozo de poder; y la izquierda que llevó al presidente al poder —Perú Libre— estuvo dispuesta a tranzar con el extremo derecho y así no perder su cuota.
En parte por sus actos, en parte por la institución que representan, los congresistas tienen un rechazo superior al de Castillo. Es por ello que una salida anticipada solo del Ejecutivo no sería aceptada popularmente. Lo dicen las mismas encuestas: la opción más popular es que se vayan todos. Pero en este momento no hay ni votos para sacar al presidente, ni voluntad política para un nuevo inicio; es un empate táctico que deja las cosas como están. Además, nada garantiza que una nueva repartición de cartas en una nueva elección general traiga mejores resultados que los actuales.
Cumplimos el primer año del gobierno de Castillo con políticos de pocas luces decidiendo nuestro futuro. Meses atrás escribí que un primer paso deberían ser las reformas políticas. Hoy, sin esperanzas de que se hagan reformas que cambien significativamente la situación, creo que el trabajo pendiente es fortalecer todos los organismos de la sociedad civil —partidos, medios, organizaciones sociales, etc.— para afrontar de forma más institucional el inminente destino de un quiebre político profundo.
De lo contrario, más que la repetición de la crisis como una condena, será por una negligencia.