Colas de coches en gasolineras. Largas filas para comprar en supermercados, que no se sabe a qué hora cierran, protegidos por policías antidisturbios. Estaciones de metro y autobuses quemados. Escuelas cerradas. Restos de barricadas. Escenario de ayer y, probablemente, de hoy. En Chile no hay una guerra pero en Santiago y otras ciudades hay más de 10.000 soldados en las calles, rige el estado de emergencia y al atardecer se aplica el toque de queda que miles de manifestantes mayoritariamente pacíficos desoyen con sentadas masivas y cacerolazos.

Los incidentes violentos y enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, provocados por los jóvenes más indignados con la inequidad de este país tantas veces ejemplo de desarrollo macroeconómico en Latinoamérica, empiezan de día y se prolongan hasta la madrugada. Y en medio hace su agosto la delincuencia común y el lumpen que pervive en decenas de barrios con bolsones de pobreza que el sistema neoliberal heredado de Pinochet nunca generó herramientas sociales para desactivar.