MADRID — Hace diez años me encontraba en un supermercado de Fukushima después de que la región japonesa fuera devastada por un terremoto, un tsunami y un accidente nuclear. Tras varios días sin suministros, encontré un comercio que vendía agua, cargué con todas las botellas que pude y, cuando me disponía a pagar, comprobé que los japoneses detrás de mí sujetaban una única botella cada uno. Acababa de recibir la primera y más valiosa lección sobre el secreto oriental para afrontar grandes crisis: superarlas demanda la fuerza solidaria del colectivo, no la suma de nuestros intereses individuales.
Los desastres que cubrí en Asia durante mis dos décadas como corresponsal me han vuelto a la memoria a menudo durante este año de pandemia. Las muestras de civismo, serena disciplina y propósito común que los japoneses exhibieron en su triple tragedia de 2011 contrastan con la manera errática, desorganizada y en ocasiones egoísta con la que hemos confrontado en España —y en la mayoría de los países occidentales— nuestro mayor desafío en décadas.
La buena noticia es que aún estamos a tiempo, sino de deshacer los errores pasados, al menos de atender de una vez por todas el ejemplo de la región que con más éxito ha combatido el COVID-19.
Desde Japón a Singapur, y desde Taiwán a Malasia, las naciones asiáticas han logrado mitigar el impacto del virus, salvar miles de vidas y reducir el daño a sus economías. Y todo, a pesar de su proximidad con el epicentro inicial de la pandemia en la ciudad china de Wuhan. La experiencia en epidemias previas como el SARS, que golpeó la región en 2003, ha sido clave. Pero otros factores han sido igualmente decisivos: mientras los asiáticos apostaban por la ciencia y la tecnología, la política guiaba muchas de las decisiones en nuestros países; mientras sus ciudadanos respetaban las normas de distanciamiento, a menudo sin que nadie se las impusiera, nosotros las incumplíamos; y mientras ellos remaban juntos en una sola dirección, dejando las peleas ideológicas de lado, en países como España se imponía el oportunismo político y la estrategia de sálvese quien pueda.
El último ejemplo de esa actitud han sido los decenas de funcionarios, políticos, militares e incluso clérigos que han aprovechado sus cargos e influencia para saltarse el orden de vacunación, arrebatando esa protección a ancianos, personas vulnerables y sanitarios que combaten el virus en primera línea. Muchos de esos dirigentes tramposos, incluso los que han dimitido, aseguran no entender qué han hecho mal. Uno tiende a creerles: están tan acostumbrados al privilegio que la situación de emergencia solo aumentó su sensación de que eran merecedores de un trato especial.
Y, sin embargo, sería demasiado fácil limitar la responsabilidad de nuestro fracaso colectivo en la pandemia a los políticos.
La incapacidad para organizar sistemas de rastreos en buena parte de Occidente, a pesar de su demostrada efectividad en Asia, se debe a la falta de medios y la incompetencia de la clase dirigente. Pero también al incivismo que por ejemplo ha obligado a las autoridades británicas a sancionar a miles de británicos susceptibles de propagar el virus que incumplen las normas de aislamiento. Las apps que en países como Corea del Sur, China o Taiwán facilitan el control de la epidemia están disponibles en el resto del mundo, pero en países como España solo han sido descargadas por un tercio de la población. Y aunque la incompetencia de nuestros dirigentes ha sido manifiesta, su trabajo habría sido más fácil si los ciudadanos hubiéramos mostrado la responsabilidad social de muchas culturas orientales.
Solo el pasado fin de semana, la policía desmanteló 437 fiestas ilegales en Madrid.
Un gran número de asiáticos, cuyo respeto a la autoridad tiene raíces confucianas, obedece las recomendaciones de las autoridades porque entienden que redundan en un bien común y que este trasciende a sus deseos de irse de vacaciones o salir de fiesta con los amigos. A los gobiernos de Japón, Corea del Sur o Taiwán no les ha hecho falta imponer confinamientos domiciliarios o medidas drásticas. Sus ciudadanos han sido tratados como adultos. Y ellos han respondido comportándose como si lo fueran. La suma de responsabilidades tiene su resultado: todos ganan.
La idea de que los latinos vamos a adquirir súbitamente la disciplina u obediencia orientales es ilusoria. Tampoco deberíamos. El concepto de sacrificar el interés individual por el colectivo, sumado a un respeto reverencial a la autoridad, ha sido utilizado a menudo por dictadores o gobiernos autoritarios para controlar a sus poblaciones y abusar de los derechos humanos. Y aunque la apuesta por la ciencia es la correcta, la manera en la que China ha desplegado una vigilancia digital orwelliana sobre sus ciudadanos resultaría inaceptable en sociedades abiertas.
Pero no hay ninguna razón para que no adaptemos a nuestra propia cultura o legislación algunas de las lecciones de la respuesta asiática, incluida su determinación de aparcar los instintos más egoístas para dar una respuesta efectiva, coordinada y solidaria a la pandemia.EL TIMES: Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos.Sign Up
De la misma forma que uno puede emborracharse en su casa y no cuando va a conducir, los gobiernos tienen la obligación de regular actividades que pongan en riesgo de contagio a la población. Son principios que contrastan con la insistencia de políticos, artistas y ciudadanos de naciones occidentales de reclamar una libertad individual absoluta, incapaces de entender que ese derecho debe limitarse temporalmente para proteger la salud de los demás.
Los sanitarios españoles asisten impotentes a una tercera ola que tiene su origen en las llamadas a “salvar la Navidad” del pasado diciembre, cuando el derecho a la celebración se impuso a la prudencia y el consejo de los expertos. A los ciudadanos se nos ha presentado el falso dilema de escoger entre la salud y la economía, cuando lo sucedido en Asia demuestra que solo cuando resuelves el problema sanitario consigues resucitar la economía. Un combate intenso y a tiempo del virus, aunque conlleve privaciones engorrosas, seguido de un plan efectivo de contención de nuevos contagios, evitaría la prolongada agonía en la que nos encontramos atrapados.
“Necesitamos trabajar en equipo”, pedían con razón los médicos del hospital Vega Baja, uno de los centros de España que vuelven a estar desbordados por enfermos de la COVID-19. Una vez más, todo el peso de sacarnos de una nueva emergencia sanitaria recae en un personal agotado tras un año de batalla.
Mientras nos hacemos la pregunta necesaria de si somos merecedores de su entrega, deberíamos mirar a Oriente y asumir que solo “saldremos más fuertes” de la crisis, como dice el lema que más gusta al gobierno español, si el sacrificio es compartido por todos.
David Jiménez (@DavidJimenezTW) es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.