La Venezuela bolivariana no quiere ceder su liderazgo en los rankings planetarios más sangrientos. Así lo confirma el informe presentado ayer por el Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV), que volvió a ubicar al país como el más violento de la región y demuestra que las fuerzas policiales protagonizaron casi la tercera parte de los homicidios ocurridos durante 2019, oficialmente despachados como “resistencia a la autoridad”.

De las 16.506 muertes violentas, 5282 corresponden a supuestos enfrentamientos de los agentes con delincuentes, 14,5 personas por día como promedio. Una cifra enorme, a pesar del evidente descenso en el número de homicidios cuando se compara con los años anteriores (en 2018, 23.047). Sin embargo, Venezuela supera ampliamente a sus vecinos: 60,3 muertes por cada 100.000 habitantes (la tasa del año pasado fue de 81,4), frente a Colombia y Brasil, que alcanzan las 25.

En México bajan a 22 y solo El Salvador (48) y Honduras (42) se acercan algo a las cifras venezolanas. La Argentina continúa muy por debajo de todos ellos, con 5 por cada 100.000, según el cálculo proyectado para este año por el Ministerio de Seguridad.

“Se dio en el país una suma perversa de autoritarismo. Parece que la única política de seguridad es la eliminación de delincuentes, dar de baja a presuntos delincuentes”, resumió el profesor Roberto León Briceño, director del OVV, que en esta ocasión ofreció sus datos vía Skype, todo un paradigma en la Venezuela de hoy.

Desde la llegada de Hugo Chávez al poder, hace casi 21 años, la violencia urbana empezó a devorar las estadísticas hasta que el “comandante supremo” las censuró. Hoy es evidente un descenso en el número de homicidios, de los más de 30.000 hasta los 16.506 de este año, provocado por la enorme diáspora de más de cinco millones de personas, entre ellas cientos de malandras (delincuentes), que habían perdido su paraíso por culpa de la destrucción de la economía y la ausencia de personas en los sitios públicos. El control territorial del crimen organizado, que sometió a las microbandas tan extendidas en otros tiempos, también ayudó en la reducción del número de homicidios.

Es un descenso estadístico que no esconde la crueldad y la furia de los cuerpos policiales, que disponen de licencia para matar, como bien sabe Alejandra, una caraqueña de 21 años. Su vida cambió para siempre a finales de agosto, cuando las Fuerzas Especiales de la Policía (FAES) “mataron dos veces” a su marido. La primera, al ejecutarlo delante de su familia, y la segunda, a través de los medios chavistas, que lo acusaron de dirigir una “megaorganización hamponil”. No se trataba ni mucho menos de un nuevo Lucky Luciano criollo, sino de un modesto obrero que mantenía a su mujer y a sus dos hijos, de 2 y de 4 años.

Cuatro agentes irrumpieron en su hogar, dos de ellos enmascarados, y mataron al marido de Alejandra, como tantas veces este año en cientos de hogares del país. “Se llevaron el dinero que teníamos y todo lo que había en la heladera, el pollo y las frutas”, le contó la joven a LA NACION. Tras el dolor llegaron las ganas de denunciar el crimen, hasta que otro policía le avisó: “Piénsalo mejor, puede haber represalias”.

La ONU, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y las ONG locales Provea y Proiuris demostraron que buena parte de esos crímenes esconden una escalofriante cifra de ejecuciones extrasumariales. En la investigación realizada durante cinco meses por Proiuris, se contabilizaron 269 presuntas ejecuciones, de las cuales 167 se atribuyeron a las FAES, a un promedio de casi dos por día.

Operativos

Es una “epidemia de violencia policial”, como afirmó ayer Briceño. Sus cifras lo confirman: de los más de 300 municipios del país, en por lo menos 175 se desataron las acciones de los agentes gubernamentales. En seis estados, incluido Lara, uno de los más poblados, los policías matan más que los delincuentes.

Las FAES despliegan los mismos patrones en sus actuaciones: desde la irrupción violenta en los domicilios sin autorización judicial hasta la siembra de armas para simular enfrentamientos. Siempre en barrios pobres y casi siempre contra jóvenes. Los agentes no dudan en alterar las escenas de los crímenes y justifican la ejecución basándose en antecedentes policiales de las víctimas, además de disparar siempre en zonas vitales del cuerpo y negar el socorro a los malheridos, según las pesquisas de Proiuris.

Una realidad que la ficción bolivariana intenta esconder, como todos los años. “Venezuela es mucho más bella que los países donde está usted lavando poetas [inodoros]”, clamó anteayer el presidente Nicolás Maduro, en un mensaje dirigido a los emigrantes mientras desde los canales oficialistas se destacaban las “victorias” contra la inseguridad.

La impunidad se sofisticó tanto en Venezuela que no hay mejor aceite para el mecanismo policial que la sangre de sus víctimas. “Cuando llegamos al hospital mi sobrino estaba muerto y con tres disparos, uno en la cabeza. A él lo detuvieron dentro de la casa y se lo llevaron vivo en una camioneta. No había fiscales ni una orden de allanamiento, solamente se lo llevaron. Horas después supimos que lo habían asesinado funcionarios de las FAES”, denunció Douglas Barboza a Proiuris. Su sobrino, Keyvis Castello, había cumplido 21 años antes de ser ejecutado.

“Mi hijo estaba durmiendo con su bebé, mientras mi yerno lo hacía con su hija pequeña. A ellos los despertaron los policías. No hubo el enfrentamiento que tanto dicen. Antes de disparar a mi hijo, uno de los FAES le dijo: ‘Tú no eres familia mía'”, subrayó Nereida Parra, madre de Jonathan Eduardo Gil Parra, de 27 años, en su denuncia. Una de tantas que se perdieron en el país de la impunidad.