Pedir un nacatamal, un plato típico de Nicaragua a base de maíz, carne, verduras y arroz que se cuece envuelto en hojas de plátano, cuando acabas de salir de un hospital después de 16 días ingresado es cuando menos un signo de fortaleza. De lucidez, estar leyendo tres libros a la vez. El característico mal genio garantiza que Ernesto Cardenal, poeta, sacerdote, revolucionario, sigue en forma a los 94 años un Jueves Santo de 2019.
-¿Qué es para usted a estas alturas una revolución?
-¿Por qué me lo pregunta a mí? Búsquelo en un diccionario. Yo ya escribí sobre eso en La revolución perdida. Para qué voy a repetir las cosas, no tengo más que decir, no quiero.
Que a Cardenal no le gustan las entrevistas —siempre lo ha dejado claro— es lo primero que advierte cuando saluda, recién despertado de una cabezada mientras leía Viaje al centro de la fábula, de Augusto Monterroso, escritor guatemalteco que estudió con él. Además, sobre una mesa de escritorio reposan un libro en inglés sobre la fe y otro sobre misticismo, que muestra orgulloso. “Yo soy místico”, se apresura a recordar Cardenal sobre uno de los rasgos que han perfilado la historia del autor de Vida perdida y Epigramas. Los libros, dice, son su fuente de inspiración. “Solo escribo poemas cuando tengo algo que decir, el último fue hace dos semanas. Ahorita no estoy escribiendo nada, estoy leyendo para ver si escribo algo después”.
Cardenal recibe con su eterna camisa blanca campesina de la que asoma un silbato que lleva colgado al cuello y viste unos pantalones cortos. Su tradicional boina negra la tiene guardada y de su tupida barba apenas queda un poco de rastro en la barbilla. Junto al amplio sillón de cuero sobre el que está recostado hay un andador, un mueble con libros y una cama de hospital convive con una hamaca azul, donde suele descansar. Hasta llegar a este rincón de la casa, enfrente prácticamente de donde vivió hasta hace poco el escritor Sergio Ramírez y a pocos metros de donde también lo hizo la escritora Claribel Alegría, hay carteles con recuerdos de la época de la revolución y muchas de las esculturas que Cardenal ha forjado.
El poeta nicaragüense apenas concede hablar de religión. Sacerdote desde 1965, ya no pasa la Semana Santa en Solentiname, el archipiélago del Lago de Nicaragua donde escribió una de sus grandes obras, El Evangelio de Solentiname y donde fundó una comunidad cristiana de artistas y pescadores. De allí partían también alguno de los guerrilleros que lucharon contra el dictador Anastasio Somoza.
A Cardenal, uno de los mayores defensores de la teología de la liberación en América Latina, su compromiso político —fue ministro de Cultura durante el primer Gobierno de Daniel Ortega— le enfrentó con el papa Juan Pablo II, que le prohibió en 1984 ejercer el sacerdocio. Un año antes, durante su polémica visita a Nicaragua, Wojtyla se había enfrentado a Cardenal, en una imagen que se volvió icónica. El poeta y sacerdote hincó la rodilla en el aeropuerto de Managua ante el Papa. Cuando fue a tomar su mano para besársela, Juan Pablo II se la retiró y al pedirle la bendición le señaló con el dedo: “Antes tiene que reconciliarse con la Iglesia”.
La sanción del Papa se prolongó hasta mediados de febrero de este año, justo cuando Cardenal se encontraba hospitalizado y pese a que desde hace más de una década se ha mostrado como uno de los mayores críticos de Ortega, entre los que un día fueron sus aliados. Silvio Báez, el obispo auxiliar de la archidiócesis de Managua, la voz incómoda de El Vaticano que esta semana ha sido llamado por el Papa para regresar a Roma entre polémica, acudió al hospital.
“No he sentido nada, porque la sanción no me había afectado”, dice. “Nunca he sido sacerdote para administrar sacramentos, para hacer matrimonios, comuniones… No es mayor cosa para mí. Mi sacerdocio es distinto, es pastoral. Yo me hice sacerdote por la unión con Dios, es algo místico”, explica Cardenal, quien pese a las opiniones contradictorias que genera en Nicaragua el papa Francisco por la posición de El Vaticano proclive a dialogar con Daniel Ortega —unas conversaciones de las que Cardenal está en contra—, tiene la mejor imagen del Papa. “Es una maravilla, un milagro de Dios. No actúa como un Papa, está haciendo una revolución en la Iglesia y en El Vaticano”.
Sobre la infección renal que le tuvo más de dos semanas hospitalizado, al borde de la muerte, asegura: “Bien, me encuentro bien… ¡pero estoy aburrido!, ¡no puedo salir, ¡no puedo hacer nada!”, grita, en parte por la sordera propia de la edad pero también por el hartazgo que le provoca la situación de su país. Porque de lo que no quiere hablar, es lo que más le irrita. “No puedo decirle nada que sea referente a la política de Nicaragua. Desde hace bastante tiempo no puedo hablar, claro que me afecta, soy un perseguido político. No hay libertad para que yo diga algo, estamos en una dictadura”, se cierra en banda pese a que hace un año escribió un texto reconociendo la lucha de los jóvenes y recordando un verso que escribió durante el somocismo y que se tornó actual: “¡Levántense todos, también los muertos!”. Y pese a la insistencia, no hay forma: “No me haga esas preguntas, ya le digo que no puedo hablar porque no hay libertad”. Al final, concede: “Bueno, una revolución es cambiar las cosas”.