El temor al ébola asoma nada más llegar. Poco después de bajar la escalerilla del avión en Goma, en el este de la República Democrática de Congo, tres enfermeras reciben a los pasajeros del vuelo internacional con mascarillas, guantes y una pistola-termómetro para tomarles la temperatura.
Una de ellas apunta las cifras y otra se cerciora de que los recién llegados se laven las manos con cloro antes de pasar a la sala de control de visados. La medida preventiva será rutina los próximos días: se repite en todos los hospitales, centros administrativos y puestos fronterizos de la ciudad.
Aunque no se ha dado ningún positivo de ébola en Goma—sí algunos casos que fueron falsas alarmas— la prudencia general a apenas 200 kilómetros del epicentro de la epidemia en la provincia de Kivu Norte avisa de que, siete meses después de declararse la crisis de ébola, la situación sigue fuera de control. La raíz del fracaso es tristemente familiar: la pobreza, la desconfianza y la violencia.
El conflicto en los alrededores de Butembo, la zona cero y una ciudad de más de un millón de habitantes, donde operan varios grupos rebeldes, amenaza con hacer descarrilar los esfuerzos por contener la segunda peor epidemia de ébola de la historia después de la de 2014-2016 en Sierra Leona, Guinea y Liberia y que ya ha provocado 587 víctimas y casi mil infectados.
Aunque es la décima epidemia de ébola en Congo en 40 años, es la primera vez que ocurre en esta zona devastada por la guerra. Y las dificultades son de primer orden.
Hace tres semanas, dos centros de tratamiento de Médicos Sin Fronteras en Katwa y Butembo fueron atacados e incendiados por un grupo de incontrolados. Poco después, la organización humanitaria decidió suspender sus actividades, evacuar a más de 50 trabajadores de la zona y dejar los centros en manos de las autoridades locales. Llovía sobre mojado: sólo en febrero se produjeron treinta ataques a empleados que combaten el virus.