Tantos quieren. Unos 22 millones de personas desembarcan en su aeropuerto cada año: 60.000 por día. La llegada es un ejercicio de humillación ligera: cientos o miles en esta cola lenta, los guardias que te gritan que avances, que te pares, que avances otra vez, que el celular está prohibido, que vuelvas a pararte. La cola serpentea por el hangar enorme, erizado de carteles que te repiten lo que no debes hacer; al fondo, en esa línea de garitas que te separan de los USA, te espera un empleado todopoderoso que puede rechazarte sin la menor explicación: te espera el miedo ante el poder real. Años atrás yo tenía que conectar urgente con un vuelo a México y el oficial de migraciones me preguntó para qué venía a los Estados Unidos y le dije que no venía y entonces me preguntó para qué iba a México y le dije que por qué ese sería su asunto.
–Porque si no me da la gana no lo dejo pasar y usted no va a ninguna parte.
Me contestó, preciso y elocuente. Y ahora la cola dura, tarda, salvo para unos pocos que avanzan triunfadores por el pasillo del costado. Van hacia esas máquinas especiales con un cartel que dice Global Entry: el que cumple con varios requisitos y paga 100 dólares puede inscribirse en el programa y pasa en dos minutos. Para que quede claro, desde el principio, que aquí hay clases.
Miami, la ciudad capital
Miami es un lugar al que la mayoría decidió venir: una ciudad deseada. Aquí viven más billonarios que en París o Shanghái. Aquí todo el dinero es nuevo: se exhibe, se pavonea, se presume. Aquí la belleza se compra. Los barrios ricos son tropicales frondosos lujuriosos. Y los barrios pobres son secos como palos. Tras Caracas, Bogotá, México, La Habana y Buenos Aires, última entrega de una serie en la que Martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica