A principios de octubre, en Inglaterra, la revista Empire me hizo una entrevista. Me preguntaron sobre las películas de Marvel. Contesté. Dije que había intentado ver algunas de ellas y que no eran para mí, pues me parecían más parques de atracciones que películas tal como las he conocido y amado durante mi vida y que, al final, no creía que fueran cine.
Algunas personas han considerado insultante la última parte de mi respuesta o la ven como la prueba de mi odio hacia Marvel. Si un lector está decidido a interpretar mis palabras de esa manera, no hay nada que pueda hacer al respecto.
En muchas de las películas de franquicias trabajan personas con talento y maestría considerable. Se ve en la pantalla. El hecho de que los filmes como tal no me interesen es un asunto de gusto y carácter personal. Sé que, si fuese más joven, podría haber estado emocionado por estas producciones cinematográficas y quizás hasta hubiera querido hacer una. Pero crecí en el momento en el que crecí y desarrollé un sentido de las películas —de lo que eran y de lo que podrían llegar a ser— que está tan lejos del universo Marvel como la Tierra lo está de Alfa Centauri.
Para mí, para los cineastas que llegué a amar y respetar, y para los amigos que empezaron a rodar películas al mismo tiempo que yo, el cine consistía en una revelación. Una revelación estética, emocional y espiritual. Giraba en torno a los personajes: la complejidad de las personas y sus naturalezas contradictorias y a veces paradójicas, su capacidad para herirse y amarse unos a otros y, súbitamente, enfrentarse a ellos mismos.
Consistía en confrontar lo inesperado en la pantalla y en la vida que dramatizaba e interpretaba, y expandir la sensación de lo que era posible en esa forma artística.
Esa era la clave para nosotros: era una forma artística. En aquel momento había cierto debate al respecto, por lo que defendimos el cine como un arte equivalente a la literatura, la música o el baile. Llegamos a entender que el arte podría encontrarse en distintos lugares y de muchas maneras: en Casco de acero de Sam Fuller y Persona de Ingmar Bergman, en Siempre hace buen tiempo de Stanley Donen y Gene Kelly y en Scorpio Rising de Kenneth Anger, en Vivre Sa Vie de Jean-Luc Godard y en Los asesinos de Don Siegel.
También en las películas de Alfred Hitchcock. Supongo que podría decirse que Hitchcock era su propia franquicia. O, incluso, que era nuestra franquicia. Cada estreno de una de sus producciones era todo un suceso. Estar en una sala llena de aquellos viejos teatros viendo La ventana indiscreta era una experiencia extraordinaria, un acontecimiento electrizante creado por la química entre los espectadores y la película en sí misma.
En cierto modo, algunos filmes de Hitchcock eran también como parques de atracciones. Pienso en Pacto siniestro, cuyo clímax sucede en un carrusel —en un parque de atracciones real— y en Psicosis, la cual vi el día de su estreno en función de medianoche, y fue una experiencia que nunca olvidaré. El público quería ser sorprendido y emocionado, y no salieron decepcionados.
Sesenta o setenta años más tarde, seguimos viendo esas películas y maravillándonos con ellas. Pero ¿son las sorpresas y las emociones las que nos hacen regresar a ellas? No lo creo. Los escenarios de Intriga internacional son impresionantes, pero no serían más que una sucesión de composiciones y cortes elegantes y dinámicos sin las emociones desgarradoras en el centro de la historia o el desconcierto absoluto del personaje de Cary Grant.
El clímax de Pacto siniestro es una proeza, pero es la interacción entre los dos personajes principales y la interpretación profundamente inquietante de Robert Walker lo que resuena en la actualidad.
Algunos dicen que las películas de Hitchcock tenían cierta similitud entre ellas, y quizás sea cierto: el mismo Hitchcock se hizo esa pregunta. Pero la similitud de las películas de franquicia de hoy es otro asunto. Muchos de los elementos que definen el cine tal como lo conozco están en las películas de Marvel. Lo que no hay es revelación, misterio o genuino peligro emocional. Nada está en riesgo. Las películas están diseñadas para satisfacer un conjunto específico de demandas y para ser variaciones de un número finito de temas.
Se hacen llamar secuelas, pero en realidad tienen espíritu de remakes y todo en ellas pasa por decisiones oficiales, porque no puede ser de otra manera. Esa es la naturaleza de las franquicias cinematográficas modernas: tienen mercados estudiados, están probadas con audiencias y son analizadas, modificadas, vueltas a analizar y vueltas a modificar hasta que están listas para el consumo.
En otras palabras, son todo lo que las películas de Paul Thomas Anderson, Claire Denis, Spike Lee, Ari Aster, Kathryn Bigelow o Wes Anderson no son. Cuando veo una película de cualquiera de estos cineastas, sé que voy a ver algo absolutamente nuevo y que seré transportado a experiencias inesperadas y a veces hasta innombrables. Ampliarán mi sensación de lo que es posible lograr al contar historias con imágenes en movimiento y sonidos.
Te preguntarás entonces, ¿cuál es mi problema? ¿Por qué no dejar a las películas de superhéroes y otras franquicias en paz? La razón es sencilla. Actualmente, en muchos lugares de Estados Unidos y del mundo, las películas de franquicias son tu primera opción si quieres ver algo en el cine. Este es un momento precario en cuanto a la exhibición, y hay menos teatros independientes que nunca. La ecuación se ha volteado y la emisión en directo se ha convertido en el sistema principal de exhibición. Sin embargo, aún no conozco a ningún cineasta que no quiera hacer películas para que sean proyectadas en la pantalla grande, frente a una audiencia.
Eso me incluye, y eso que acabo de terminar una película para Netflix. Solo esa compañía nos permitió rodar El irlandés de la manera que queríamos, y siempre estaré agradecido por eso. Tenemos un tiempo de exhibición en salas, lo cual es genial. ¿Me hubiera gustado que la película estuviera en más salas de cine por más tiempo? Por supuesto que sí. Pero sin importar con quién termines haciendo tu película, la realidad es que las pantallas de la mayoría de los multicines están repletas de franquicias cinematográficas.
Si me dices que eso sucede por un mero asunto de oferta y demanda y por darle a la gente lo que quiere, estoy en desacuerdo. Es como la pregunta del huevo y la gallina. Si al espectador solo se le vende una cosa eternamente, por supuesto que solo va a querer más de lo mismo.