Hay, de vez en cuando, uno de esos partidos que te tienen todo el día esperando la hora, que te devuelven ese leve nervio que el fútbol sabe producir: el gusto de que te importe lo que no te importa, el placer de gozar o sufrir gratis.
Esta noche el Madrid y el Barcelona se jugaban la semifinal de una Copa que, hasta hace unos días, les importaba poco; al Barcelona porque ya está aburrido de ganarla; al Madrid porque hace años que se dedica a perderla como sea. De hecho, en los cuatro últimos años, el Barcelona se la llevó todas las veces, el Madrid no jugó ni una final. Esta noche la Copa del Rey, el patito feo de las competencias españolas, se volvió de pronto importante porque se la peleaban los dos grandes.
Así que todos entraron inquietos, nerviosos, y el partido empezó trabado, como empiezan los partidos que les importan a los jugadores. El Madrid presionaba muy arriba, confiando en que alguna pelota perdida cerca del área del rival le serviría. Messi extrañaba jugar con futbolistas y erraba más de lo habitual; Luis Suárez, tanto como suele; Dembelé siempre buscaba al contrario mejor ubicado para pasarle la pelota. El mediocampo catalán –Roberto, Busquets, Rakitic– la tenía más pero se movía lento, sin pegada, sin profundidad: una caricatura de sí mismo.
Enfrente, el Madrid apretaba mucho pero atacaba poco. Había armado un 4-4-2 prudente, donde Lucas Vázquez retrasado defendía su banda contra Alba y Dembelé, Benzema se empecinaba en toques sin futuro y Vinicius, la nueva esperanza negra, corría carreras con su marcador, Semedo, y le ganaba; solo le faltaba, después, usar la bola para algo. Más atrás, Casemiro había reemplazado a Sergio Ramos en su función aterradora –pegaba sin vergüenza–; mientras tanto, el árbitro reflexionaba sobre Hegel o Maluma, un suponer, y cobraba con justicia y rigor toda falta que no hicieran los locales.
Así se iba pasando el primer tiempo, casi sin tiros hasta el minuto 36, cuando Benzema, solo contra el arquero, consiguió mandársela al cuerpo. Benzema es un virtuoso: sabe errar goles de las maneras más variadas, más imaginativas. Dos minutos después Vinicius hizo casi lo mismo: se ve que quiere parecerse a su modelo. Pero el Madrid por lo menos atacaba, sin orden pero con más peligro que el Barcelona –que no pateaba al arco–.
Y así empezó el segundo tiempo, y el Madrid al ataque hacía grande a Ter Stegen, pero todo cambió en el minuto 5, cuando Jordi Alba le metió un pase hondo a Dembelé, y Suárez aprovechó su centro atrás para convertir casi elegante. El Barcelona, en su primer ataque a fondo, iba ganando.
El Madrid desesperó, insistió en el ataque, siguió agrandando al arquero alemán y el Barcelona, como quien no quiere la cosa, le metió dos más: un contraataque rápido también de Dembelé y Suárez presionando para lograr el gol en contra de Varane, y otro ataque suelto que produjo un penal tonto de Casemiro al uruguayo que él mismo convirtió con “cachada”: la pelota picada al centro del arco, el rezador Keylor Navas turbado por la ira, el mordedor charrúa festejando con una risa de todos sus dientes, o quizá casi todos. Tres a cero.
Al Real Madrid le quedaban 20 minutos para meter cuatro goles o cortarse las venas. No supo hacer lo uno ni lo otro, como antes no había sabido hacer los goles que debía. Los mereció, sin duda; no los hizo. El Bernabéu se oscurecía: la sombra de Cristiano Ronaldo se volvía más negra, los recuerdos de cuando el Madrid no necesitaba producir mucho para ganar partidos, de cuando el portugués hacía los goles que esta noche hacía el uruguayo.
Se invirtieron los roles. El Madrid generó cinco o seis chances claras y no metió ninguna; el Barcelona no generó casi ninguna y metió tres. Un equipo que era puro mérito se ha convertido en pura producción, y un equipo que producía a raudales se ha vuelto meritorio. El mérito, sabemos, no sirve para mucho, y los hinchas madrileños se iban yendo. Hay quienes creen que, si hay que perder, es mejor que te gane un gran equipo, que te supere en serio, porque te disminuye menos; hay quienes creen que es mejor jugar mejor aunque te ganen. Y los hay que, cuando pierden, no consiguen pensar siquiera en esas cosas.
La derrota fue dura para los locales. Para más inri el sábado los dos deben jugar de nuevo, esta vez por la Liga. El Barcelona le lleva nueve puntos al Madrid; si gana se despega definitivamente, si pierde sigue bastante cómodo. O sea que el Madrid, sin muchas chances, se juega más que nada su autoestima. Su técnico, Solari, hoy desolado, tiene un trabajo duro: le toca convencer a los suyos de que jugando así las cosas van a ir bien –cuando muchos deben pensar que si jugando así no pudieron ganar, cómo podrían–.
En cualquier caso, el Barcelona volvió a ganarle al Madrid en su cancha, sin siquiera precisar de mucho Messi. Le alcanzó con un once, un nueve y un arquero para jugar, el 25 de mayo, la final contra el Betis o el Valencia. Si la gana habrá ganado cinco copas seguidas, cosa que no hizo nunca nadie. Que ahora gane como antes el Madrid, sin merecerlo, será entonces otro detalle en la memoria, las pequeñas vueltas de la vida.