Recuerdo mi primera noche en Costa Rica y el color del atardecer. Tenía la playa entera prácticamente para mí solo y me espantaba las esporádicas moscas de arena mientras observaba las lívidas tonalidades grises y amarillas que se desplegaban en el horizonte, con vivos acentos rosados que surgían, en parte, gracias a la falta de luz eléctrica visible desde la orilla. Pasé los siguientes días de finales de marzo buceando con esnórquel en cristalinas aguas azules, haciendo senderismo en el Parque Nacional Corcovado y montando una motocicleta en uno de los lugares más espléndidos y vírgenes que jamás haya visitado.
El aeropuerto en la bahía Drake, en la costa suroeste, era una pequeña choza junto a una larga franja de asfalto. Llegué en una aeronave pequeña, un Cessna de una hélice operado por la aerolínea Sansa. Era el mismo tipo de avión que se estrelló en la víspera de Año Nuevo afuera del aeropuerto Punta Islita, donde murieron diez estadounidenses. Aunque los accidentes aéreos son escasos, siempre dan qué pensar. La tragedia de este suceso es especialmente difícil de reconciliar con la extraordinaria belleza de Costa Rica —un lugar al que regresaría sin dudarlo—.
De los casi 2,7 millones de turistas que visitan Costa Rica al año, el 40 por ciento proviene de Estados Unidos. Lo anterior se debe principalmente a su asombrosa vida silvestre, a sus bosques lluviosos y bosques nubosos, pero también a su estabilidad dentro de una zona históricamente volátil. Costa Rica ha tenido una democracia ininterrumpida desde finales de la década de 1940, en una región azotada por los disturbios políticos y económicos. Su producto interno bruto ha crecido en promedio un cinco por ciento desde 1992, lo que pone al país al frente de otras naciones de la región. En este momento, Costa Rica es sinónimo de turismo sustentable y ecoturismo, además de haber abolido a su ejército permanente luego de la guerra civil costarricense en 1948 y haber destinado esos recursos al desarrollo de programas sociales y de conservación del medioambiente.
Tal éxito se manifiesta en el orgullo nacional, una certeza sosegada que pude presenciar a mi paso por Costa Rica. “Ya estás en Costa Rica, ¡relájate!”, le recomendó Gustavo, el instructor de buceo con esnórquel, a una mujer alemana del grupo que se había mareado. La inmediata calidez y simpatía de los ticos, como se autonombran, permite a los visitantes volver a la naturaleza y experimentar el concepto costarricense de “Pura vida”, el eslogan no oficial del país, una frase que escucharás a diario durante tu estancia.
“No hay problema… pura vida”, dijo mi anfitrión, Edu, cuando se le pinchó una llanta a su auto y me subió a la parte trasera de una motocicleta para llevarme a toda velocidad a mi recorrido por el parque nacional. Desde la granja del río Drake, donde me hospedé por 54 dólares la noche, hasta el centro turístico Drake Bay Getaway, donde el costo de los búngalos es de 700 dólares por noche, hay una gama de hospedaje que va de los precios más económicos a niveles de lujo para satisfacer a todos los viajeros.
Los parques y las reservas protegidas conforman el 25 por ciento del territorio nacional y casi toda su línea costera (del Pacífico y el Caribe) está protegida y señalada como propiedad pública en la que no está permitido realizar ningún tipo de construcción. Eso y su variedad de paisajes, flora y fauna (aunque solo ocupa el 0,03 por ciento de la superficie terrestre, Costa Rica tiene cerca del seis por ciento de la biodiversidad mundial), hacen del país un destino especialmente atractivo para los turistas de aventura.
Además de sus magníficos bosques, volcanes y biodiversidad (tiene 22.000 especies tan solo de mariposas, según mi guía del parque), Costa Rica es uno de los lugares más divertidos y sencillos de todo el mundo para practicar deporte, incluso para personas como yo, que no fuimos atletas durante nuestra niñez. De pronto me encontré haciendo senderismo, buceando con esnórquel, nadando y cruzando puentes colgantes en el bosque lluvioso sin pensarlo mucho: eso es lo que haces cuando estás en Costa Rica. Había muchas cosas más que no pude aprovechar. Puedes pescar, descender por el río sobre aguas cristalinas, colgarte de una tirolesa (casi todo lo que pudieras desear) a precios asequibles y condensado en un pequeño e inspirador país.
Para llegar a las zonas más alejadas, como la bahía Drake o Punta Islita, se utilizan aeronaves más pequeñas de turbohélice gracias a su versatilidad y capacidad de llegar a lugares en los que los aviones comerciales no pueden entrar (también es posible llegar en coche pero tiene sus peligros, además de que podría sumar tiempo al viaje: para llegar de la bahía Drake a San José hay que conducir seis horas). Mientras que la pista más grande del aeropuerto principal de Costa Rica, Juan Santamaría, casi supera los tres kilómetros, las pistas en aeropuertos regionales por lo general miden menos de 100 metros.
¿Las aeronaves pequeñas son más peligrosas que los aviones comerciales? Sí. Pero yo diría que no tan peligrosas como para dejar pasar la oportunidad de ver todo lo que ofrece Costa Rica. Las estadísticas de la Junta Nacional de Seguridad del Transporte indicaron en 2015 que no hubo ningún accidente mortal en Estados Unidos en el que hubiera aeronaves involucradas (aeronaves grandes comerciales, de carga o de pasajeros). Hubo veintiocho fallecimientos en los que estuvieron involucradas aerolíneas pequeñas (de menos de diez pasajeros) con recorridos diarios y a solicitud. Por último, hubo 378 víctimas clasificadas dentro del espectro de la aviación en general, un término que abarca desde aeronaves ligeras o deportivas hasta aeronaves de turbohélice o globos aerostáticos.
De acuerdo con To70, una consultora holandesa, no hubo un momento más seguro para viajar que el 2017. Durante ese año, no se registraron fallecimientos relacionados con aviones comerciales y hubo trece muertes derivadas de choques con aviones de turbohélice (el presidente Donald Trump incluso se las arregló para adjudicarse injustificadamente el logro de dicha estadística). Sin embargo, hubo dos choques en la víspera de Año Nuevo que no se incluyeron en la cifra, pues no alcanzaban el límite del peso: se trató del choque de un hidroplano cerca de Sídney en el que murieron seis personas y el choque afuera de Punta Islita donde murieron doce.
Viajar por el mundo implica un cálculo mental constante que evalúe los riesgos y las satisfacciones: ¿es seguro visitar este país? ¿Puedo acercarme a este extraño que parece amistoso? ¿Debo seguir explorando esta calle? La mayoría de las veces, la respuesta es sí. Pero el cálculo puede dispararse cuando hay un choque aéreo mortal en Costa Rica, un ataque a una mezquita en Egipto o una balacera en una sala de conciertos parisina.
Ningún viajero, sin importar su experiencia, es inmune al miedo. Leer acerca del accidente recién ocurrido me hace reflexionar acerca del tiempo que pasé en Costa Rica y, en específico, acerca del viaje en el Cessna a la bahía Drake. Recuerdo especialmente mi pase de abordar: una tarjeta plastificada y numerada que la aerolínea solía reutilizar. Una vez que estuvimos todos los pasajeros sentados, los pilotos saludaron y pasaron sobre nosotros para llegar a sus asientos al frente del avión. El vuelo a baja altura fue breve, ruidoso y sin novedades.
Pero también recuerdo los paisajes: las playas cerca de Dominical, Uvita y Ojochal, y el exuberante y verdoso follaje del Parque Nacional Corcovado a medida que nos acercábamos en una embarcación. Recuerdo la amabilidad de mis anfitriones en la bahía Drake, Edu y Sabrina, así como a los amistosos residentes que una noche me prepararon una cena con pescado en una pequeña cantina al final del camino. Y, por supuesto, los monos araña, los peces globo, los coatíes y las aves caracara que conseguían tolerar, en cierta armonía, la imposición de millones de turistas anualmente. Experimentar la “pura vida” de Costa Rica es una experiencia única: rebosa de energía y de un ánimo contagioso y memorable, y espero volver a experimentarlo en un futuro próximo.