García Linera habla del recurso natural de su país combinando datos técnicos con embeleso. El litio, esencial para un mundo que funciona a base de baterías, también es la clave del futuro de Bolivia, me asegura el vicepresidente. Dentro de tan solo cuatro años, predice, constituirá «el motor de nuestra economía».
Se beneficiarán todos los bolivianos, prosigue, pues «los sacará de la pobreza, garantizará su estabilidad dentro de la clase media y los formará en los ámbitos científico y tecnológico para que pasen a formar parte de la intelligentsia de la economía global».
Pero, como él bien sabe, ningún discurso en defensa del litio como salvación económica de Bolivia estaría completo sin una mención a su origen: el salar de Uyuni. Los más de 10.000 kilómetros cuadrados de esta llanura salina, uno de los paisajes más fabulosos del país, se verán casi seguro alterados –cuando no dañados irreversiblemente– al extraer el recurso que subyace bajo su superficie. Por eso me habla del salar con afán tranquilizador, casi con reverencia. «¿Ha estado usted en el salar de Uyuni?», me pregunta.
Cuando respondo que pronto partiré hacia allí, él parece embargado por la nostalgia. «Cuando llegue –me indica–, vaya una noche al centro del salar. Extienda una manta en el suelo y ponga música. Pink Floyd. Ponga Pink Floyd. Y contemple el firmamento». El vicepresidente hace un gesto con la mano para denotar que el resto será evidente.
Bolivia ve en la explotación del litio una forma de salir del callejón sin salida de su infortunio
La jornada de conducción que separa la capital más alta del mundo de la llanura salina más grande del planeta resulta ser una ruta automovilística por el país más pobre de América del Sur. Desde el centro de La Paz, embotellamiento eterno de coches y manifestaciones políticas, la carretera asciende con rapidez hasta El Alto, el bastión obrero del segundo grupo indígena más numeroso de Bolivia, los aimaras, migrantes del Altiplano andino. En las siguientes siete horas la ruta describe un descenso constante –atravesando pueblos donde, como advertencia disuasoria, cuelgan de los árboles muñecos que representan a ladrones en potencia, y la ciudad minera de Oruro– hasta que, a unos 3.650 metros de altitud, alcanza la horizontalidad en una franja de vegetación baja que está básicamente desierta, animada de vez en cuando por algunas llamas y por sus primas más menudas, las vicuñas. A última hora de la tarde, el pálido fulgor del salar se despliega al otro lado de la llanura.
Llego al salar cuando empieza a anochecer. Por espacio de kilómetro y medio conduzco sobre su superficie lisa y firme, hasta que resulta evidente que estoy en medio de la nada. Al apearme del SUV, una cuchillada de frío me obliga a concluir que no habrá mantas extendidas bajo las estrellas con Pink Floyd sonando de fondo.
Así y todo, el paisaje es alucinante: kilómetros de terreno blancuzco, absolutamente plano y dividido en formas vagamente trapezoidales, una austeridad perfeccionada por el límpido cielo azul y los picos andinos de color caoba a lo lejos. Motos y todoterrenos recorren a toda velocidad la superficie desprovista de carreteras, con destinos desconocidos. Aquí y allá, seres solitarios avanzan tambaleantes como sumidos en un estupor postapocalíptico, escrutando lo que el vicepresidente de Bolivia llama «la mesa infinita de blancura nívea».
Donde no alcanza la vista, en el borde de aquella infinitud, los buldóceres se afanan en las pozas de evaporación del salar, largas y con una geometría precisa. Tarde o temprano –nadie puede decir cuándo sin temor a equivocarse–, los buldóceres pondrán rumbo hacia aquí.
Lo que sí podemos afirmar es lo siguiente. Primero, que por debajo del salar más vasto del mundo yace otra maravilla: uno de los depósitos de litio más grandes de la Tierra, quizás el 17 % del total del planeta. Segundo, que el Gobierno de Bolivia –donde el 40 % de la población vive en la pobreza– ve en la explotación de sus reservas de litio una forma de salir del callejón sin salida de su infortunio. Y tercero, que dicha vía de escape que parte por la mitad el salar de Uyuni, en gran medida prístino, es totalmente nueva e inexplorada y a la vez (para los bolivianos, que viven en un país cuajado de proyectos mineros saqueados y ambiciones hurtadas) sospechosamente conocida.
La Bolivia de hoy sigue encadenada a su pasado. El primer presidente aimara del país, Evo Morales, que asumió el poder en 2006, se refería en su última toma de posesión a los «500 años de sufrimiento» por culpa del colonialismo español, un reinado de esclavitud y aniquilación cultural que concluyó hace casi dos siglos. La geografía y la mala gobernanza conspiraron desde entonces para frustrar la reinvención de Bolivia. Las perspectivas económicas del país sufrieron un varapalo cuando este se quedó sin salida al océano Pacífico en 1905 tras perder una guerra contra Chile. Mientras sus vecinos Brasil y Argentina crecían poco a poco en prosperidad, Bolivia soportaba décadas de golpismo militar y corrupción. Las dos grandes poblaciones indígenas, los quechuas y los aimaras, siguen todavía hoy relegadas al estatus de casta inferior por la élite dirigente de ascendencia europea.