SANTIAGO — Durante más de dos décadas he sido profesor universitario. Empecé con pizarrón y tiza, pasé a las transparencias y a una tele abombada para pasar las películas en VHS, y de ahí al Power Point y a los videos de YouTube en las aulas de la Universidad Alberto Hurtado, en el centro de la capital chilena, donde hoy trabajo. Pero en este semestre desaparecieron las aulas y debimos reinventarnos.
Como casi todos los oficios, el de la educación ha cambiado con la llegada del coronavirus. Ahora, los profesores y los estudiantes llevamos cuatro meses de dar y tomar clases y exámenes a distancia. ¿Qué pasará cuando esto termine?
Hay gerentes de universidades, sobre todo privadas, que preferirían que, tras la pandemia, sigamos así, sin gastar en aulas, lugares comunes, limpieza, seguridad, luz y calefacción. En el otro costado, hay profesores de la vieja guardia que anhelan volver a la clase magistral y el pizarrón de antes, como si nada hubiera pasado.
Yo pienso que ambas opciones son malas. En esta total transformación de la educación superior perdimos y ganamos, y es hora de aprender de esto para educar y aprender mejor.
¿Qué perdimos?
Algo vital: el lugar donde estábamos juntos, donde los alumnos, cualquiera que sea su origen de clase o su barrio, compartían un mismo espacio.
Como escribe la profesora norteamericana Karen Strassler, los espacios universitarios no garantizaron nunca la igualdad entre estudiantes de distintas procedencias y clases sociales, pero sí crearon un ambiente propicio, un “paraíso de aprendizaje” en el que verse y medirse compartiendo las mismas herramientas y espacios —escapando de las propias circunstancias— les permite a estudiantes de disímil procedencia imaginarse en otro sitio y pensar en la transformación del sitio del cual vienen.
Según un informe de 2019 de la UNESCO, en los últimos cinco años en Latinoamérica, el número de alumnos en educación superior creció un 16 por ciento, hasta llegar a los 27,4 millones de ese año. Esto hizo aumentar mucho el porcentaje de alumnos que son primera generación en la educación superior.
En la universidad en la que enseño, el 72 por ciento de los alumnos son los primeros universitarios de sus familias. Las salas de estudio, las bibliotecas, los equipos y softwares y los laboratorios hacen que todos tengan similares posibilidades. Antes de la pandemia, en las amplias mesas de madera de la biblioteca reinaba un silencio de concentración propicio para el estudio.
Y esto hace que el confinamiento en la casa sea ahora especialmente duro y perjudicial. Según expertos en educación y psicología, las enormes dificultades de los sectores más vulnerables para estudiar fuera del aula producen angustia, problemas psicológicos, retrasos y deterioro en el rendimiento en todos los niveles educativos.
Al estar ahora obligados a quedarse en casa, unos tienen silencio y otros, ruido constante; unas comparten habitación y escritorio con dos hermanas pequeñas mientras otras tienen el lujo de un cuarto propio; algunas tienen mejor conexión a internet que otras, hay muchos que deben compartir la computadora de la casa con sus padres que hacen teletrabajo. O hay incluso quienes han tenido que dejar la universidad para trabajar y ayudar a sus familias.
Por eso tenemos que volver a las aulas como sitios donde, aunque no se consigan borrar las diferencias sociales, el terreno está algo más nivelado y las condiciones son mejores para los que menos tienen.
¿Qué ganamos?
A mediados de mayo, en una clase por Zoom con 38 alumnos de primer año de Periodismo sobre qué debe tener un buen reportero, mis alumnos empezaron a escribir en el chat los nombres de los periodistas que admiran. Periodistas como Bob Woodward y Carl Bernstein o Raquel Correa, una profesional valiente durante la dictadura en Chile.
Y de pronto en el chat alguien escribió el nombre de Juan Carlos Bodoque, un conejo del programa infantil chileno 31 minutos. Le pedí que abriera su micrófono y se explicara: de niño quiso ser periodista por este reportero de largas orejas rojas que se preguntaba, entre otras cosas, por qué los pueblos se quedan sin agua. Mi alumno tenía razón: este personaje humorístico cubría temas que muchos de los medios “serios” latinoamericanos de entonces no abordaban, como el medioambiente.
Pero hay algo más. Sé que difícilmente un estudiante presentaría a este muñeco de trapo como su modelo en una clase presencial: debería superar el temor al desdén del profesor o a las burlas de los compañeros, o a ambos.
Terminé la clase pensando en que una de las cosas buenas que nos dejará esta pandemia es que la lejanía puede acercarnos a nuestros alumnos. En mi experiencia de estos meses, los alumnos nativos digitales se sienten con ánimo y coraje de hablar más libremente.
Muchos colegas vivieron experiencias similares: Federico Navarro, quien enseña en la Universidad de O’Higgins de Chile, me contó que sus alumnos innovaron y profundizaron haciendo etnografías familiares, aprovechando el encierro para mirar hacia adentro y pensar en su entorno.