MADRID — Cuando el Real Madrid y Barcelona se enfrenten el domingo en el estadio Santiago Bernabéu, uno de los templos sagrados del fútbol, una audiencia global de 650 millones de personas estará atenta a cada detalle.

Las imágenes de los goles serán compartidas en los cinco continentes y los jugadores confirmarán su estatus como las estrellas del entretenimiento de nuestro tiempo. Una realidad menos amable quedará relegada a un segundo plano: el fútbol español vive, detrás de su aparente exuberancia, empeñado en contradecir hasta el último de los valores del deporte.

El amaño de partidos, cuyo último escándalo está siendo juzgado estos días, la impunidad de comportamientos racistas en los estadios, el fomento del juego a través de apuestas deportivas o la corrupción en el oscuro mercado de fichajes son solo algunas de las manchas de un modelo donde todo vale, siempre que aporte algún beneficio económico.

Es hora de salvar al fútbol español de sí mismo. El inmenso seguimiento que despierta no puede ser una excusa para rodearlo de impunidad, sino una razón más para obligar a todos sus actores a respetar el fair play de una sociedad abierta y tolerante.

Solo bajo la actual renuncia de principios se entiende que en enero la Supercopa, una de las competiciones del calendario español, se disputara en Arabia Saudí. Un acuerdo de 120 millones de euros vigente en los próximos tres años llevó a la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) a escoger como sede un país donde las mujeres son sistemáticamente discriminadas, los disidentes encarcelados y periodistas incómodos, como Jamal Khashoggi, sean censurados o hasta asesinados.

Más cerca, en los estadios españoles, los incidentes racistas se repiten sin que clubes, árbitros u organismos competentes tomen medidas, en parte por temor a dañar un negocio que supone el 1,37 por ciento del PIB de España y mueve 15.668 millones de euros al año. El entrenador del Deportivo de la Coruña, Fernando Vázquez, denunció la semana pasada que la xenofobia y el odio no son una prioridad de las autoridades deportivas. “Solo se va a resolver cuando los jugadores decidan irse y se pierdan partidos”, dijo.

El fútbol español se comporta como si pudiera dar la espalda a su responsabilidad social. La RFEF, La Liga y los clubes, encargados de administrarlo, no entienden que son transmisores de los sueños de millones de niños que tienen en jugadores y equipos sus modelos a seguir. Y, sin embargo, ni siquiera los dos mejores jugadores del mundo pasan el corte para convertirse en ejemplos.

Leo Messi y Cristiano Ronaldo fueron condenados en España por fraude a Hacienda. Ambos recibieron condenas a prisión que eludieron con el pago de sumas millonarias, mientras contaban con la comprensión de los directivos de sus clubes, los gestores de la competición y los aficionados.

Lionel Messi, a la izquierda, en una corte de Barcelona junto a su padre, Jorge Horacio Messi, en junio de 2016
Credit…Alberto Estevez/Reuters
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Cristino Ronaldo saluda a sus seguidores a su salida de una corte de Madrid en enero de 2019.
Credit…Emilio Naranjo/EPA vía Shutterstock

Las escenas de los dos futbolistas siendo aclamados a las puertas de los juzgados muestran por qué es tan difícil regenerar el fútbol. Mientras miremos a otro lado, enviando el mensaje de que nada importa salvo la victoria deportiva, la motivación para recuperar los valores deportivos seguirá eludiendo a un mundo que, protegido por la pasión y el negocio que genera, pretende vivir con reglas propias.

Los equipos españoles, con su alcance global, podrían promover en su lugar la diversidad, la igualdad y la tolerancia dentro de lo que la propia liga describe como su intención de “integrar la responsabilidad social” en el fútbol profesional. Y debe hacerlo más allá de la retórica vacía y unos cuantos carteles colgados de los estadios.

Imaginemos el impacto que podría tener que desde el fútbol se combatiera con sinceridad la homofobia y la ayuda que supondría para quienes la sufren en la escuela. Pero ningún jugador de La Liga ha admitido nunca su homosexualidad y quienes quisieron hacerlo se encontraron con el veto de sus clubes. Todo se perdona, menos una salida del armario que ponga en riesgo el negocio.

La venta de entradas y de derechos de televisión solían ser las dos grandes fuentes de financiación de los equipos. El crecimiento de la popularidad del fútbol en las últimas décadas ha convertido a sus estrellas en soportes publicitarios capaces de generar ingresos millonarios a través de la venta de productos relacionados con su imagen. Lo que no se entiende es que en la legítima búsqueda de una rentabilidad, la codicia haya ganado a la ética por goleada.

Jugadores y clubes han sido determinantes en la explosión de las apuestas deportivas en España, con un crecimiento del 20 por ciento anual. Siete de los veinte clubes de primera división lucen publicidad de casas de multinacionales del juego y el resto tienen algún tipo de acuerdo de patrocinio con ellas, a excepción de la Real Sociedad. Jugadores idolatrados por los niños transmiten el mensaje de que sus sueños se pueden cumplir: no emulando su esfuerzo sobre el terreno de juego, sino apostando sus ahorros a que el balón entré en la portería.

La proliferación de casas de apuestas en los barrios más humildes y la epidemia de ludopatía entre menores ha obligado al gobierno de España a limitar la publicidad y vetar la utilización de celebridades para atraer a nuevos apostadores. Pero en una concesión inexplicable, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, decidió mantener la publicidad durante los partidos, precisamente donde se concentra la audiencia infantil.

La industria del fútbol, porque a eso ha sido reducido, una industria, ha demostrado su incapacidad para regularse a sí misma.

Las instituciones del Estado deben intervenir de forma decidida, poner medios para atajar la corrupción, aumentando la protección de jóvenes promesas hoy víctimas de un mercadeo intolerable, legislar para que el deporte no se convierta en un casino y promover el cierre de estadios convertidos en altavoces del odio. Un buen comienzo sería empezar a aplicar la ley ya existente de 2007 que protege contra “la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte”.

La atracción global del fútbol y el aura heroica que rodea a los jugadores deben ponerse al servicio de algo más que ganar dinero