Cientos de comandos del Ejército y 1.200 policías realizaron una enorme redada para intentar desmantelar la ciudad.
Ubicado a lo largo de una carretera selvática, a casi 100 kilómetros de la ciudad más próxima, el pueblo de La Pampa es un sitio al que cada uno entraba bajo su propia responsabilidad.
Por la noche, el lugar se convertía en un estallido de luces de neón y estridente música de cumbia que salía de los burdeles llamados “prostibares”, visitados por hombres con los bolsillos llenos de dinero en efectivo. No eran bienvenidos extraños ni autoridades, y mucho menos periodistas.
Este pueblo producto de la Fiebre del Oro moderna, donde llegaron a vivir alrededor de 25.000 personas, fue a la vez un centro de negocios de traficantes y crimen organizado y una puerta hacia un paisaje desértico, casi lunar, salpicado con piscinas tóxicas creadas por la minería ilegal de oro, que se extendía hacia una de las reservas más atesoradas de la selva amazónica.
Pero a fines del mes pasado, Perú lanzó la Operación Mercurio 2019, considerada la redada más grande efectuada contra la minería ilegal de oro. Por aire, tierra y río, cientos de comandos del Ejército y más de 1.200 agentes de policía se precipitaron sobre La Pampa.
Los peruanos casi se habían acostumbrado a ver imágenes de comandos llegando en helicóptero a la selva, echando a los mineros y destruyendo máquinas en lo que muchos suponían que era un espectáculo para las cámaras. Pero esta vez, la escala de la operación y el tono de la retórica fue diferente.
“No nos iremos hasta ver este sitio de color verde, como lo fue siempre”, dijo José Huerta, ministro de Defensa de Perú. Las fuerzas de seguridad dicen que expulsaron a unos 6.000 mineros, arrestaron a docenas de criminales y rescataron a más de 50 mujeres víctimas de la trata de personas. La redada fue el resultado de meses de planificación meticulosa y trabajos de inteligencia.
Si la operación continúa según lo planeado, La Pampa -que se extiende casi 20 kilómetros a lo largo de la carretera interoceánica- será borrada del mapa.
No será fácil. Aunque La Pampa nació como un campo minero de madera y láminas de plástico al costado de la carretera que conecta a Perú con Brasil, ahora es un pueblo hecho y derecho. Tiene edificios de ladrillo de hasta cinco plantas, grandes clubes nocturnos, hoteles, tiendas y talleres mecánicos. También tiene electricidad, agua, un instituto e incluso una iglesia, todo construido con dinero de una economía ilegal que se desarrolló cuando los precios internacionales del oro comenzaron a subir vertiginosamente en 2008.
Aún así, las fuerzas de seguridad están resueltas a destruir el pueblo. Están desmantelando la infraestructura y cerrando los comercios, tanto los emprendimientos ilegales que venden oro o diésel de contrabando como las tiendas que pagaban sus impuestos. La recién creada Brigada de Protección de la Amazonía montará en el pueblo tres bases militares con 200 soldados y 150 agentes de policía, en principio por seis meses, según el Gobierno.
Nuevas oportunidades que el pueblo no quiere
Una semana después de la redada, un convoy fuertemente armado en el que viajaba Fabiola Muñoz, ministra de Agricultura, se detuvo en La Pampa. “El objetivo principal de esta operación es que la gente comprenda que no pueden estar aquí”, dijo Muñoz.
A sus espaldas, técnicos montaban una torre de alta tensión para apagar un transformador eléctrico, dejando una manzana entera a oscuras. “Aquí hay familias enteras porque necesitan trabajo”, afirmó Muñoz. “Vamos a ofrecerles trabajo. Trabajo decente, pero en otro sitio”.
Los mineros de La Pampa que quieran incorporarse a la economía formal pueden mudarse a una zona al oeste que han denominado “corredor minero”, dijo Muñoz. Pero deben cumplir tres condiciones: “Están prohibidos el mercurio, el trabajo infantil y el tráfico de personas”.
“La gente que hemos encontrado aquí no son los que manejan la actividad minera ni los que lavan dinero”, insistió la ministra. “Estos son trabajadores. Lo que debemos hacer es seguir las pistas para atrapar a aquellos que hacer mover toda esta economía ilegal”.
Mientras Muñoz hablaba, se fue concentrando una multitud de gente enfadada. Una mujer se quejó: “Para los inmigrantes venezolanos hay de todo: sanidad, educación, todo gratis. Pero nosotros somos peruanos y nos quieren echar. No es justo. No somos mineros. Tenemos un comercio aquí. Así nos ganamos la vida. He invertido toda mi juventud en esta tienda. Vivo y trabajo aquí y ahora quieren dejarme en la calle”. La mujer no quiso dar su nombre.
Las autoridades peruanas dicen que van a seguir con los desahucios. “Esto era tierra de nadie”, dijo Luis Vera, jefe de la fuerza policial medioambiental del país, que llevaba ocho meses planificando la redada con la información obtenida por agentes encubiertos que han identificado a los jefes del crimen organizado. La policía ha confiscado libros de contabilidad, nóminas y documentos de identidad que serán pruebas en las futuras acusaciones y probarán el origen del dinero que financia el negocio sucio del oro.
“Aquí no había autoridades. Había prostitución, asesinatos por encargo, desapariciones forzadas y tráfico de personas”, dijo Vera. “Había todo tipo de negocios ilegales y todo tipo de crímenes con muchas víctimas mujeres, incluso menores de edad. Lo que hemos hecho es venir y erradicar esos crímenes”.
También existía un grado de destrucción medioambiental a una escala colosal. El límite sur de La Pampa se fusiona con una franja de 110 kilómetros cuadrados de selva de la reserva nacional de Tambopata, uno de los parque nacionales más conocidos de Perú. La minería ilegal, que ha alcanzado proporciones epidémicas en seis países amazónicos, ha dejado una marca indeleble en el ecosistema de esta apartada región de la selva, considerado la “capital de biodiversidad” de Perú.
La redada finalmente le permitirá a los científicos acceder a esta zona para estudiar el grado de devastación, afirmó Luis Fernández, del Centro de Innovación Científica Amazónica, quien lidera un equipo que evaluará si el mercurio, utilizado en el proceso de extracción de oro, está afectado la salud humana y el ecosistema. “Esto es un ejemplo de lo peor que puedes hacerle a la selva amazónica”, dijo Fernández.
Las comunidades indígenas, las más afectadas
La minería ilegal de oro ha destruido casi 960 kilómetros cuadrados de selva en Madre de Dios desde 1985, más de dos tercios de ella entre 2009 y 2017, según el centro de investigación.
“Cortan los árboles, matando todos los animales en el proceso, destruyen la tierra, luego ponen una sustancia muy tóxica, que es el mercurio, en los ríos y lagos a un ritmo de 185 toneladas por año… Recuperar una zona donde se ha hecho tanto daño va a llevar mucho más de lo normal”, afirmó, remarcando que las comunidades indígenas han sufrido un enorme impacto por la contaminación con mercurio.
La subida vertiginosa del precio del oro ha hecho de la minería ilegal el delito más lucrativo de Perú, superando a la producción de cocaína, según USAid.
El gobernador de Madre de Dios, Luis Hidalgo Okimura, ex médico, respalda el golpe a la minería ilegal, a diferencia del gobernador anterior. “Los que se quieran quedar, deben irse a otra parte o deberán volver al sitio del que vinieron”, dijo. “Lógicamente no podemos darle trabajo a las 20.000 o 30.000 personas que vivían en La Pampa”.
En cambio, el gobierno de Perú ha prometido una inversión de 133 millones de euros para el desarrollo de alternativas sustentables como la cría de peces, la agricultura, el café y el cacao. El ecoturismo ya es una industria enorme, con decenas de miles de turistas hospedándose cada año en la selva.
Algunos residentes de la zona están preocupados por que, una vez termine el estado de emergencia de 60 días, los mineros y los criminales regresen a La Pampa, o acaben en la capital de la región, Puerto Maldonado. Julio Cusurichi, líder de la federación indígena Fenamad, dice que la redada podría llevar a los mineros a invadir territorios indígenas. “Esos mineros comenzarán a buscar otras zonas, eso es lo que nos preocupa”, dijo Cusurichi.
Madre de Dios tiene seis áreas protegidas que cubren más de la mitad de su territorio y son refugio de grupos indígenas que viven en aislamiento voluntario.
“La Pampa estuvo mal concebida desde un principio”, afirmó Okimura. “Era un pueblo al que las autoridades no podían ni entrar. Era un sitio marcado por la violencia y el crimen, pero todo eso ahora está cambiando”.