DIEST, Bélgica— Las copas de champaña fueron se desempacaron rápidamente, se sirvieron hasta el tope y se repartieron por toda la habitación. Docenas de personas estaban ahí, dentro del estrecho apartamento de Marieke Vervoort, sin saber qué decir o hacer. Vervoort les había asegurado a sus invitados que esto era una celebración. Pero no se sentía así.

Once años atrás, Vervoort había obtenido la documentación requerida para someterse a un suicidio asistido médicamente. Desde su adolescencia, había estado combatiendo una enfermedad muscular degenerativa que le robó el uso de sus piernas, le arrebató su independencia y le causó un dolor implacable y agonizante. El trámite le había regresado cierta sensación de control. Conforme a la ley belga, Vervoort tenía la libertad de terminar su vida cuando quisiera.

Pero en vez de eso, Vervoort continuó viviendo. Podría decirse incluso que con un vigor renovado. En cuestión de pocos años, alcanzó metas inexploradas en su carrera como velocista de silla de ruedas y ganó una medalla de oro en los Juegos Paralímpicos. Se convirtió en una celebridad en su país y en el extranjero. Viajó por todo el mundo contado su historia de vida, develándola como una narrativa inspiradora.

Pero aún tenía esa documentación. Y ahora, tras más de una década de incertidumbres, dolores y alegrías, de desear que su vida terminara y al mismo tiempo temiendo ese fin, Vervoort había invitado a sus seres queridos a su casa por la razón más desgarradora que puede existir: en tres días, tendría una cita para morir

“Es un sentimiento muy, muy extraño”, dijo su madre, Odette Pauwels mientras escaneaba la fiesta con la mirada.

Vervoort había estado cerca de programar su muerte en múltiples ocasiones, pero siempre había cambiado de opinión y había encontrado una razón para posponerla. Algo surgía. Emergían conflictos. Aparecía otra fecha que esperaba con interés, otra razón para vivir.

Sus familiares y amigos habían sido testigos de este tira y afloja durante más tiempo que cualquiera, del eterno ir y venir entre su dolor creciente y cualquier pequeño logro que pudiera experimentar en el tiempo que le quedaba de vida.

Esta vez, Vervoort, de 40 años, lucía decidida. Durante la semana anterior, había estado hablando del procedimiento con un grado de seriedad y claridad que aquellos que más la conocían admitieron no haber visto con regularidad.

“Anhelo que llegue”, dijo Vervoort, refiriéndose a su muerte. “Ansío finalmente descansar mi mente y no sentir dolor”. Hizo una pausa. “Todo lo que odio habrá terminado”.

Image

Los atletas paralímpicos rara vez disfrutan algo cercano a la notoriedad masiva, pero Vervoort cautivó a los fanáticos deportivos de Bélgica con sus demostraciones de fuerza en la pista y los conquistó con sus gritos auténticos de euforia al rebasar la línea de meta. Su colorida personalidad también ayudó, así como la presencia de su compañero leal, un perro guía llamado Zenn.

Rápidamente, esos seguidores se enteraron de la melancólica historia detrás de su éxito competitivo y de las penurias agotadoras que tenía por delante.

Lo que había comenzado para Vervoort como una infancia feliz —padres amorosos, una hermana menor, largos días jugando algún deporte en un callejón— se había complicado en su adolescencia, cuando el dolor que la atormentaría por el resto de su vida apareció por primera vez. Inicialmente, se manifestó como un cosquilleo en sus pies. Con el paso de los años, ese cosquilleo se convirtió en un dolor que hacía que sus piernas se sintieran al rojo vivo y perdieran su fuerza. Pasó su adolescencia con muletas. A los 20 años, estaba en silla de ruedas.

Image

Credit…Adrian Dennis/Agence France-Presse — Getty Images

Al ver frustrado su sueño infantil de convertirse en profesora debido a su precaria salud y a la incertidumbre que conllevaba, Vervoort, ya de veintitantos, había encontrado algo de sentido en los deportes: baloncesto en silla de ruedas, buceo, triatlones. Pero el dolor y el miedo constante finalmente la sumergieron en un estado profundo de depresión. A los 29 años decidió que su enfermedad era una carga demasiado pesada. Empezó a acumular pastillas en su hogar. Esa sería la manera en que terminaría con todo, pensó.

Como último recurso, un psiquiatra le sugirió que hablara con Wim Distelmans, el principal defensor del suicidio asistido médicamente en Bélgica.

El derecho a terminar la vida propia con la asistencia de un doctor ha sido legal en el país desde 2002. Está disponible para pacientes que presentan una condición médica “sin esperanza” con un sufrimiento “insoportable”, incluyendo enfermedades mentales o trastornos cognitivos. No existe otro país con leyes más liberales sobre la muerte asistida que Bélgica, una nación de 11 millones de personas, donde 2357 pacientes se sometieron a la eutanasia en 2018.

Y aunque la opción de someterse a un suicidio con ayuda médica se había vuelto más común en Bélgica, aún había muchas personas, incluyendo los padres de Vervoort, que se sentían incómodos con eso, en términos filosóficos.

Pero Vervoort mantuvo su cita con Distelmans, quien, tras un examen minucioso, le concedió la autorización preliminar para terminar su vida. Distelmans le comentó, eso sí, que ella no parecía estar lista para seguir adelante con el proceso.

Ella estuvo de acuerdo.

“Yo solo quería tener el papel listo en mis manos para cuando llegara el momento en que no pudiera soportarlo más. Ese momento en el que, día y noche, alguien tuviera que hacerse cargo de mí y yo tuviese demasiado dolor”, afirmó. “No quiero vivir así”.