Un sendero de 540 km. a lo largo de la costa mediterránea de Turquía introduce a los excursionistas en el rico patrimonio de Licia, una antigua república marítima reconocida como la primera unión democrática del mundo.
“¿Los licios? ¿Pero quiénes eran?”, preguntó Iskender. “Cuando los turcos llegamos aquí, lo único que vimos fueron ruinas y… ¿cómo se llama donde yacen los muertos?”, añadió el viejo constructor de barcos, dejando sobre la mesa su botella de cerveza Efes y haciendo un gesto horizontal con las manos. “¿Tumbas?”, dije. Se ajustó su sucia gorra de capitán y asintió.
Apenas era mayo, pero el calor de la tarde ya pesaba mucho en Simena, un pueblo remoto en la península de Teke, en la costa mediterránea de Turquía, una región históricamente conocida como Licia. Llevaba dos semanas de caminata por la Vía Licia, un sendero de 540 kilómetros que une las ciudades de Fethiye y Antalya, y conocí a Iskender después de buscar un refrigerio en un café al borde de la carretera, cerca de un astillero.
Hizo un gesto hacia los muros almenados del castillo de Simena, arriba de una cresta escarpada. “Esas tumbas que viste cerca del castillo… ¿Cómo movieron esas enormes piedras hace miles de años?”, preguntó. “Ni siquiera cinco hombres podrían cargar las tapas de esas tumbas”. Iskender sacudió la cabeza, como si luchara por reconciliarse con una idea imposible.
Desde la fortaleza había visto los sarcófagos licios con sus tapas góticas en forma de bóveda, esparcidos por docenas sobre la ladera.
Anteriormente, en la cercana Kaleüçağız, había subido a un montículo con vistas al puerto deportivo para encontrarme con una vasta necrópolis de tumbas cubiertas de maleza mientras que, a sólo unos metros de distancia, los comerciantes instalaban ruidosamente sus puestos.
La presencia turca parecía frágil al lado de estas espeluznantes reliquias, un recordatorio de que otros alguna vez habían llamado hogar a esta tierra.
Inmortalizada en la “Ilíada” como la tierra del “turbulento río Janto”, llamado así por su capital original, la antigua Licia era una fortaleza montañosa poblada por una raza marinera ferozmente independiente, cuyos orígenes siguen siendo materia de especulación.
El historiador de la Antigua Grecia Heródoto afirmó que los antepasados de los licios, los trm̃mili, “surgieron originalmente de Creta”, aunque los eruditos modernos creen que eran un pueblo de Anatolia que se helenizó después de que Alejandro Magno arrebatara la región a los persas en el 333 a. C. Y, aunque los licios desaparecieron en el olvido hace mucho tiempo, asimilados por bizantinos y turcos, su legado político perdura gracias a una curiosa conexión histórica.
El 30 de junio de 1787, el futuro presidente de los Estados Unidos, James Madison, pronunció un discurso en la Convención Constitucional de Filadelfia. El foro había sido convocado para identificar el sistema de gobierno más eficaz para la incipiente nación, donde la falta de representación proporcional estaba obstaculizando la formulación de políticas eficaces.
En respuesta a la afirmación del delegado Oliver Ellsworth de que la igualdad de voces siempre había sido un principio fundamental en las confederaciones, Madison citó el ejemplo de Licia. La Liga Licia, argumentó, era diferente.
Formada en el siglo II a. C. y compuesta por 23 ciudades-Estado, la Liga Licia fue la primera unión democrática del mundo, un modelo de confederación fuerte basada en la representación popular y proporcional. Seis ciudades, entre ellas la capital Patara, tenían tres votos en el Consejo Licio, las ciudades medianas tenían dos y los asentamientos pequeños tenían uno.
“La constitución más perfecta de la Antigüedad”
Las circunstancias que rodearon la creación de la liga no están claras, pero probablemente fue una respuesta a la tiranía de Rodas, a la que Roma le asignó brevemente el control de Licia en el 190 a. C. La Liga no podía determinar la política exterior, pero eligió a un ejecutivo gobernante, un liciarca, así como jueces locales, y recaudó impuestos. El filósofo francés del siglo XVIII Montesquieu la llamó “la constitución más perfecta de la Antigüedad”.
El profesor Anthony Keen, experto en Licia de la Universidad de Notre Dame, describe el sistema como “un encuentro de las ideas griegas sobre la democracia con ideas licias preexistentes sobre cómo funciona en conjunto una comunidad de asentamientos urbanos individuales”.
Muchos de los senderos que estaba recorriendo habían sido alguna vez caminos, arterias milenarias que conectaban las ciudades de Licia, cuya historia terminó después de que el emperador romano Claudio se anexara la región en el 43 a.C. Fue el interés por estos antiguos caminos lo que impulsó a la británica Kate Clow a crear la Vía Licia en la década de 1990, después de mudarse a la región.
“No me motivaba crear un sendero; me motivaba coleccionar caminos antiguos”, aseguró.
Clow continúa ampliando la ruta y apoyando a las comunidades locales: este año un grupo de voluntarios transformó un edificio en el pueblo de Sidyma en un centro cultural.
Los excursionistas eran pocos en la Vía Licia, pero el sendero estaba lleno de vida: cabras de pelo greñudo, pesadas tortugas y, lo que es más alarmante, las serpientes negras que ocasionalmente cruzaban el camino.
En los pueblos de montaña salpicados de amapolas y flores silvestres, mujeres con pantalones holgados de şalvar me traían queso de cabra, miel fresca y tortas de pan gozleme, regado con vasos de té.
Durante las horas más calurosas me sumergía en el mar, me refugiaba en cañones boscosos o me tendía en bosques de robles, acebuches y cornejos con aroma a tomillo. Después del anochecer, un silencio espeso envolvía la tierra y mi fogata temblaba bajo los susurrantes pinos, como instándome a recordar a las personas que construyeron estos caminos.
De hecho, en la Vía Licia, la memoria es una presencia tan omnipresente que caminas, descansas y duermes en compañía de fantasmas. Porque a pesar de su dramática belleza, esta es una tierra de fantasmas.
En “The Lycian Shore” (La orilla licia), el relato de un viaje por mar a lo largo de la península en la década de 1950, la exploradora Freya Stark la llamó “la costa más embrujada del mundo”. Tumbas vacías yacen en cada matorral y arboleda, como enviados mudos desde una embajada desaparecida.
Las tumbas, una parte ostentosa del tejido urbano de Licia, eran una expresión del papel central que tenían el culto a los antepasados y la vida después de la muerte. Las más extrañas de todas son las tumbas con pilares en forma de torre encontradas en las ruinas de Janto, capital de Licia bajo los persas.
La Vía Licia se desvía hacia el interior hasta este lugar, que se asienta sobre un saliente rocoso rodeado de invernaderos y campos de naranjos. Dos tumbas con pilares dominan la acrópolis: la Tumba de la Arpía, adornada con relieves de figuras femeninas aladas; y el Obelisco de Janto, una estela gigante cubierta con escritura licia que aún no ha sido descifrada por completo.
La tumba de pilar más grande de Janto, la Tumba de Payava, con sus bajorrelieves e inscripciones licias, fue retirada en 1841 por el arqueólogo británico Sir Charles Fellows, quien se llevó todo lo que pudo a Londres en el HMS Beacon.
Hoy la tumba se encuentra en el Museo Británico, junto con los frisos originales de la Tumba de la Arpía y el Monumento a las Nereidas, una espectacular tumba esculpida en forma de templo griego.
Elaborados rituales funerarios
A partir del siglo IV a. C., los licios construyeron tumbas en forma de “casas” excavadas en la roca, a menudo cámaras funerarias excavadas en acantilados, con la pared de roca alrededor de la entrada tallada para imitar la fachada de una casa de madera de Licia, completa con “vigas” y “viguetas” protuberantes.
Más comunes son los sarcófagos, tumbas rectangulares talladas en piedra caliza de Licia, que normalmente se encuentran encima de un sepulcro inferior.
La arqueóloga Catherine Draycott, de la Universidad de Durham, explica que, en las tumbas licias, los difuntos eran enterrados en el sarcófago superior, mientras que los familiares o esclavos eran enterrados en la cámara inferior:
“En Licia existe la idea de elevar literalmente a las personas importantes tras la muerte”, asegura. “Así que, de esta forma en ese sentido, están heroicizando a quienquiera que sea puesto ahí”.
Si bien las omnipresentes tumbas han permitido a los arqueólogos comprender los elaborados rituales funerarios de los licios, la imagen de la vida cotidiana es escasa: los hallazgos de artículos personales o joyas son increíblemente raros.
“La dificultad es que muchos de los restos materiales son romanos. Hay muy pocos de períodos anteriores”, señala Draycott. Las tumbas, saqueadas hace mucho tiempo, están inevitablemente vacías: incluso los huesos han desaparecido.
A dos días de camino de Janto, el sendero me llevó de regreso a la costa junto a las ruinas de Patara, capital de la Liga Licia. Patara, que alguna vez fue un puerto próspero, fue abandonado gradualmente después de que su río se llenara de sedimentos.
La calle principal con columnas ahora desaparece en una charca, y las paredes de las tiendas que alguna vez bordearon la avenida hace tiempo que se derrumbaron. El edificio más importante aquí es la Cámara del Consejo, o bouleterion. Esta casa de asambleas recientemente restaurada, que contiene un auditorio semicircular con 20 filas de bancos de piedra, fue el centro político de la Liga Licia.
Sentado en lo alto del bouleterion, no era difícil imaginar a cientos de delegados vestidos con túnicas discutiendo asuntos públicos mientras el liciarca dirigía los actos, y mis pensamientos vagaron de Patara a la lejana Filadelfia, y a la invocación de Madison de la Liga Licia.
Gracias a Madison, hoy la Cámara de Representantes de Estados Unidos se basa en el principio licio, con 435 escaños repartidos entre los 50 Estados en proporción a su población.
De todos los intentos de los licios de desafiar el paso del tiempo y preservarse para el otro mundo, el que resultó tener una verdadera vida futura fue la más intangible de las cosas: una idea.
Por Alastair Gill