Cuando tenía 12 años, Sadam Husein, vicepresidente de Irak en esa época, realizó una enorme purga y empezó a controlar oficialmente el poder absoluto. Por ese entonces yo vivía en Bagdad y, desde el principio, desarrollé un odio intuitivo y visceral contra el dictador. Ese sentimiento no hizo más que intensificarse y madurar junto conmigo.
A finales de la década de los noventa, escribí mi primera novela, I’jaam: An Iraqi Rhapsody, sobre la vida cotidiana bajo el régimen autoritario de Sadam. Su narrador, Furat, se parecía a mí: era un joven universitario que estudiaba Literatura Inglesa en la Universidad de Bagdad. En el libro, el joven termina en prisión por hacer una broma sobre el dictador. Furat tenía alucinaciones y se imaginaba la caída de Sadam, tal como yo lo hice tantas veces. Esperaba ser testigo de ese momento, ya fuera en Irak o desde el extranjero.
Me fui de Irak unos meses después de la Guerra del Golfo de 1991 a estudiar un posgrado en Estados Unidos, donde he estado desde entonces. En 2002, cuando se festejaba el comienzo de la guerra de Irak, estuve totalmente en contra de la invasión propuesta. Estados Unidos había apoyado sistemáticamente a los dictadores del mundo árabe y no se dedicaba a exportar democracia, a pesar de las consignas del gobierno de Bush.
Recordé mi adolescencia, cuando me sentaba en la sala familiar en compañía de mi tía, viendo la televisión iraquí y a Donald Rumsfeld que visitaba Bagdad como emisario de Ronald Reagan y saludaba de mano a Sadam. Ese recuerdo hizo que las palabras que pronunció Rumsfeld en 2002 sobre la libertad y la democracia para los iraquíes me parecieran huecas.
Además, al haber vivido dos guerras previas (la guerra de Irán-Irak de 1980 a 1988 y la Guerra del Golfo de 1991), supe que los objetivos reales de la guerra siempre se han ocultado tras mentiras bien diseñadas que explotan el miedo colectivo y perpetúan los mitos nacionales.
Fui uno de los cerca de quinientos iraquíes de la diáspora —con antecedentes étnicos y políticos diversos, muchos de los cuales éramos disidentes y víctimas del régimen de Sadam— que firmaron una petición: “No a la guerra contra Irak. No a la dictadura”. Aunque condenábamos el reino de terror de Sadam, estábamos en contra de “una guerra que causaría más muertes y sufrimiento” a iraquíes inocentes y amenazaría con instaurar el caos violento en toda la región.
Nuestras voces no fueron bienvenidas en los medios convencionales de Estados Unidos, que preferían al iraquí-estadounidense a favor de la guerra, el cual prometía que habría multitudes entusiastas dando la bienvenida a los invasores con “dulces y flores”. Eso no sucedió y la petición no logró gran cosa. Hace quince años comenzó la invasión de Irak.
Tres meses después, regresé a Irak por primera vez desde 1991 como parte de un colectivo para grabar un documental sobre los iraquíes en el Irak pos-Husein. Queríamos mostrar a las personas de mi país como seres tridimensionales, más allá de la imagen binaria de Husein contra Estados Unidos. En los medios estadounidenses, los iraquíes quedaron reducidos a víctimas de Husein que anhelaban la ocupación o a seguidores y defensores de la dictadura que estaban en contra de la guerra.
Queríamos darles voz a los iraquíes. Durante dos semanas, condujimos por Bagdad y hablamos con muchos de sus habitantes. Algunos todavía tenían esperanzas, a pesar de haberlo perdido todo tras años de sanciones y dictadura. Sin embargo, muchos estaban furiosos y preocupados por el porvenir. Las señales ya estaban ahí: la arrogancia y la violencia típicas de una potencia colonial que realiza una ocupación.
Mi corta visita solo confirmó mi convicción y temor de que la invasión sería un desastre para los iraquíes. Derrocar a Sadam Husein fue solo un resultado colateral de otro objetivo: desmantelar al Estado iraquí y sus instituciones. Ese Estado fue remplazado por un semi-Estado disfuncional y corrupto. Todavía estábamos filmando en Bagdad cuando L. Paul Bremer III, director de la Autoridad Provisional de la Coalición, anunció la formación del consejo de gobierno en julio de 2003.
Los nombres de sus miembros iban seguidos de su secta y etnicidad. Muchos de los iraquíes con los que hablamos ese día estaban molestos con la institucionalización de un sistema de cuotas etnosectarias. Las tensiones étnicas y sectarias ya existían, pero su traducción a moneda política fue tóxica. Esos personajes despreciables en el consejo de gobierno, la mayoría de los cuales eran aliados de Estados Unidos desde la década anterior, procedieron a saquear al país, convirtiéndolo en uno de los más corruptos del mundo.
Tuvimos la fortuna de hacer nuestro documental durante un breve periodo en el que hubo una relativa seguridad pública. Poco después de nuestra visita, Irak cayó en la violencia; las bombas suicidas se volvieron la norma. La invasión convirtió a mi país en un imán para los terroristas (“Los combatiremos allá para no tener que hacerlo aquí”, declaró el presidente George W. Bush); así fue como Irak se sumió en una guerra civil sectaria que reclamó las vidas de cientos de miles de civiles y desplazó a cientos de miles más, cambiando la demografía nacional irremediablemente.
No volví a Bagdad sino hasta 2013. Los tanques estadounidenses se habían marchado, pero los efectos de la ocupación estaban presentes por doquier. Mis expectativas ya eran pocas, pero no por eso dejé de sentirme descorazonado por la fealdad de la ciudad donde había crecido y horrorizado ante lo disfuncional, difícil y peligrosa que se había vuelto la vida cotidiana para la mayoría de los iraquíes.
Hice mi última visita en abril de 2017. Volé desde Nueva York, donde vivo en la actualidad, hasta Kuwait, donde iba a dar una conferencia. Un amigo iraquí y yo cruzamos la frontera por tierra. Me dirigía a la ciudad de Basora, en el sur de Irak. Basora era la única ciudad iraquí importante que no había visitado antes. Iba a una firma de mis obras en el mercado de libros de los viernes de la calle al Farahidi, una reunión semanal para bibliófilos inspirada en el famoso mercado libresco de la calle Mutanabbi en Bagdad.
Mis amigos me pasearon en auto por la ciudad. No esperaba encontrarme con la hermosa Basora que había visto en postales de la década de los setenta. Esa ciudad había desaparecido hacía mucho tiempo. Sin embargo, la que vi estaba demasiado consumida y contaminada. Durante la guerra entre Irán e Irak la ciudad había sufrido lo indecible y su declive se aceleró después de 2003. Basora se veía deslucida, dilapidada y caótica debido a la corrupción rampante. Sus ríos estaban contaminados y en decadencia. No obstante, hice un peregrinaje a la famosa estatua del poeta más grande de Irak, Badr Shakir al Sayyab.
Una de las pocas fuentes de dicha para mí durante estas visitas breves fueron los encuentros con iraquíes que habían leído mis novelas y se sintieron conmovidos. Estas fueron novelas que escribí en el exilio y, a través de ellas, trataba de luchar con la dolorosa desintegración de todo un país y la destrucción de su tejido social. Los fantasmas de los muertos habitan estos relatos, tal como lo hacen con su autor.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos iraquíes han muerto a consecuencia de la invasión estadounidense de hace quince años. Algunos cálculos creíbles estiman que han sido más de un millón. Pueden volver a leer esa oración. En Estados Unidos suele decirse que la invasión de Irak fue “una metida de pata” o incluso “un error colosal”; fue un crimen. Aquellos que lo cometieron todavía están prófugos. Algunos hasta se han rehabilitado gracias a los horrores del trumpismo y a una ciudadanía en su mayoría amnésica (hace un año, vi a Bush en The Ellen DeGeneres Show bailando y hablando acerca de sus pinturas).
Los críticos y los “expertos” que nos vendieron la guerra siguen haciendo lo mismo. Nunca pensé que Irak podría acabar peor de lo que estaba durante el régimen de Husein, pero ese fue el logro de la guerra estadounidense y su legado para los iraquíes.