Por entonces los rescatistas ya trabajaban con un ojo puesto en la ceniza, que removían con ahínco buscando más cuerpos sepultados, y el otro en el coloso de casi 4.000 metros de altura que los volvía a amenazar de cerca. El nerviosismo se apoderó de la población y había quien proponía desalojar cuanto antes un lugar donde hasta el momento ha habido 75 fallecidos, casi 200 desaparecidos y miles de evacuados, mientras otros querían seguir hasta encontrar supervivientes durante las horas más cruciales.
Pero la tercera explosión fue la definitiva. Solo 48 horas después de que entrara brutalmente en erupción, comenzó de nuevo el caos. Esta vez no fue una erupción, sino el movimiento del lahar, un flujo de sedimento y agua a altas temperaturas, aún más peligroso que la lava, que había quedado blando desde la primera explosión, y que comenzó a deslizarse ladera abajo por el cauce del río arrasando con todo lo que encontraba.
En ese momento cientos de miembros de protección civil, militares, bomberos, ambulancias y campesinos comenzaron a correr en dirección contraria al volcán. Al mismo tiempo, el pánico se apoderó de la ciudad de Escuintla, cabecera municipal del departamento que lleva su nombre, y que ejerce de centro de avituallamiento en las labores de búsqueda.