Los políticos y científicos británicos son como el mal estudiante de matemáticas que le copia a un compañero el resultado del problema, pero no tiene ni la más mínima idea de cómo llegar hasta él para aprobar. Saben cuál ha de ser el resultado de la ecuación (el número de infecciones por debajo del cual no se colapsan los hospitales y pueden seguir aceptando enfermos con otras dolencias que no sean el coronavirus) pero ignoran –excepto en líneas muy generales– el impacto que sobre ello tienen el resto de elementos (apertura de la economía, restricciones de la movilidad, prohibiciones, uso de las mascarillas, nuevas cepas de la Covid-19, efecto de la vacuna…).
En consecuencia, lo que hacen es ir dando tumbos y probando distintas fórmulas en busca del resultado anhelado, que no es el menor número posible de muertos (al contrario que en Australia y Nueva Zelanda, el objetivo es la “contención” de la enfermedad, no su supresión”), sino el tope de ingresos hospitalarios que se puede alcanzar sin que se colapse el sistema, haya más enfermos que camas, y aparezcan en los medios informativos imágenes de pacientes en camillas aparcadas en los pasillos a la espera de una habitación, algo desastroso para su imagen y perspectivas electorales.
Londres entra hoy en la zona de máximo riesgo, en la que ya se encuentran dos terceras partes del país
En los nueve meses que dura ya la pandemia, la Administración de Boris Johnson y sus asesores no han dado con la fórmula para minimizar el desastre económico sin que se produzca el colapso médico. Abren la espita del gas para dar vida a los comercios, e inmediatamente tienen que bajarla porque el agua del virus empieza otra vez a hervir y amenaza con desbordarse. Es lo que pasó en el verano (no solo en el Reino Unido) y ha vuelto a pasar ahora en vísperas de Navidades, con un incremento sustancial del número de casos antes incluso de que se abra la veda para las fiestas.Lee también
La vacuna se presenta
El Gobierno había anunciado a bombo y platillo que la Navidad sería relativamente normal, entre el día 23 y el 28 uno se movería libremente por el país (para reunirse las familias y que los estudiantes regresaran a casa), se establecerían mecanismos para visitar a los abuelos en las residencias, y podrían reunirse hasta tres grupos diferentes de amigos o parientes en las casas, sin limitación de número total de personas, siempre que fueran los mismos en todas las convocatorias.
Pero ahora los científicos consideran que es una liberalización exagerada que pondría a los hospitales al límite en enero, y le piden que dé marcha atrás (ayer lo hicieron en un llamamiento conjunta dos prestigiosas publicaciones, el British Medical Journal y el Health Service Journal ). Bajo esa presión, el ministro Michael Gove, que coordina toda la crisis sanitaria, mantuvo una conversación con los líderes autonómicos para repensarse la estrategia y barajar dos fórmulas: reducir los días de excepción a solo tres (Nochebuena, Navidad y San Esteban), y reducir de tres a dos el número de “burbujas” o núcleos autorizados que convivir (incluso quedándose a dormir) en esas fechas.
El Gobierno los lleva como una peonza, de aquí para allá
El Gobierno Johnson tiene dividida Inglaterra en tres zonas en función de la prevalencia del virus. En la primera, o de menos peligrosidad, está tan solo la isla de Wight y algunos puntos aislados del país (menos de un millón de habitantes), mientras que desde hoy se incorporan a la tercera (la de mayor riesgo y restricciones) todo Londres, partes de Essex y Hertfordshire, después de haber sufrido un repunte sustancial atribuido a las reuniones de estudiantes de secundaria después de las clases, y a una mutación del virus que parece más contagiosa.
El principal efecto de entrar en esa zona tres o de mayor riesgo (en la que se encuentran treinta y un millones de personas y el 61% del habitantes del país) es que los pubs y los restaurantes solo pueden servir comidas para llevar.
Pero aunque para la gente sea únicamente un inconveniente, para los negocios se trata de la ruina. En Londres, hace solo trece días que se les había autorizado a reabrir, y ahora ya tienen que cerrar de nuevo, a la espera de cuáles sean las instrucciones finales de cara a las Navidades. El Gobierno los lleva como una peonza, de aquí para allá.
Para los ciudadanos, las restricciones de movilidad que imponen las autoridades (y que nunca han llegado al toque de queda o la prohibición de salir de casa) son en la práctica meras recomendaciones. En teoría hay que cumplirlas, lo mismo que la cuarentena, pero en la práctica la propia policía admite que tiene otras cosas que hacer, y solo interviene en casos extremos (como fiestas ilegales masivas).
A los negocios, en cambio, los cierra de verdad y los ahoga. Cuántos pubs y restaurantes sobrevivirán es un misterio, y se perderán cientos de miles de puestos de trabajo, mientras el Gobierno sigue buscando la fórmula para llegar a la solución del problema.