El Renacimiento y la invención de la lengua de signos

A lo largo de la historia, los sordos han sido sistemáticamente marginados y relegados al olvido. Una persona sorda era considerada incapaz para todo por el hecho de no poseer la capacidad de la audición o del habla. Así, el derecho romano negaba a un sordo de nacimiento el derecho a firmar un testamento,“porque se presume que no entiende nada y es como hombre muerto; por lo que no es posible haya podido aprender nunca a leer y escribir”. Y san Agustín afirmaba: “Aquel que no tiene oído no puede oír, y el que no puede oír jamás podrá entender, y la falta de oído desde el nacimiento impide la entrada de la fe”. Fue sólo en el siglo XVI cuando se realizaron los primeros intentos de sacar a los sordos de esta situación de discriminación y falta de reconocimiento, enseñándoles a hablar y comunicarse como los demás.

En la Antigüedad, Aristóteles había sostenido que los sordos de nacimiento carecen de ideas morales y de capacidad de pensamiento abstracto y que por ello, aun aquellos que no son realmente mudos, no pueden hablar; “pueden dar voces, mas no pueden hablar palabra alguna”. En cambio, autores del Renacimiento como Rodolfo Agrícola y Gerolamo Cardano rechazaron esta tesis y sostuvieron que a los sordos sí se les podía enseñar a hablar. La primera experiencia positiva en este sentido la llevó a cabo un español, el monje benedictino Pedro Ponce de León (h. 1506-1584), quien logró enseñar a hablar a dos niños sordos de nacimiento, sobrinos de Pedro de Velasco, IV condestable de Castilla. Al parecer, Ponce plasmó por escrito su método de enseñanza, pero de esta obra no queda vestigio alguno.

El infundio se extiende

En 1620, Juan Pablo Bonet publicó la primera obra conservada sobre la educación de los discapacitados auditivos: Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos. En ella, Bonet criticaba los métodos brutales que hasta entonces se usaban para hacer que los sordos hablaran, a base de “violentas voces” y “atormentándoles la garganta”. En su lugar, Bonet proponía un “arte claro y fácil” por el que los sordos aprenderían a pronunciar las palabras y a construir progresivamente frases con sentido.

El primer paso en este proceso lo constituía el “alfabeto demostrativo”, en el que cada letra era expresada mediante una figura de la mano derecha. Este alfabeto, muy semejante al de la lengua de signos actual, estaba inspirado en la mano aretina o mano musical, un sistema de signos creado por un monje italiano en la Edad Media para ayudar a los cantantes a leer a primera vista las notas musicales.El mudo debía identificar cada letra de este alfabeto con los sonidos que el maestro le enseñaba a emitir. El proceso de aprendizaje era complejo, sobre todo cuando se pasaba a los términos abstractos, las conjunciones y los verbos. Bonet recomendaba que los allegados del sordo se sirvieran del alfabeto demostrativo para comunicarse con él: “Y será muy necesario que, en la casa donde hubiere mudo, todos los que supieren leer sepan este abecedario para hablar por él al mudo, y no por las señas”.

A partir de 1760, el sacerdote francés Charles-Michel de L’Épée elaboró un método de educación de sordomudos más completo, que culminó con la fundación de la Institución Nacional de Sordomudos en París. L’Épée utilizó una lengua de signos francesa que ya se conocía, aunque le añadió unos signos de invención propia, los llamados signos metódicos, que servían para expresar preposiciones, conjunciones y otros elementos gramaticales. Frente a los signos naturales, L’Épée insistió en crear todo un sistema comunicativo que puede considerarse como una lengua propiamente dicha.

Los numerosos discípulos de L’Épée fundaron escuelas de sordomudos en otros países de Europa, como Austria, Italia, Suiza, Holanda y también España (1795).En este país, Lorenzo Hervás y Panduro publicó en 1794 Escuela española de sordomudos, o arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español, considerada como la primera propuesta seria de un diccionario básico de signos españoles, recopilados por el autor gracias a su trabajo como profesor de alumnos sordos en la escuela de Roma, donde adoptó el sistema educativo de L’Épée.