Durante los 45 años que duró la guerra fría era relativamente fácil dejarse llevar por una engañosa sensación de estabilidad. El enfrentamiento entre Occidente y el bloque soviético lo justificaba todo; tanto para los unos, como para los otros. La constante amenaza de una guerra nuclear garantizaba a un tiempo la penuria de los soviéticos y el bienestar de las clases medias occidentales.
Claro que no todo era cantar y coser. Además del susto de la crisis de los misiles de Cuba (1962), había, por un lado, Budapest, Praga, Berlín, Gdansk, Yugoslavia… ; y por el otro: Corea, Vietnam, Suez, Argelia, el mayo del 68, Berkeley, la isla de Granada, Malvinas… Mientras Moscú ocupaba sus Estados satélites con tanques, las viejas naciones europeas perdían sus últimas colonias de ultramar, no siempre sin derramar sangre.
Y entonces un día de noviembre de 1989, cuando nadie lo esperaba -empezando por los politólogos en general y los sovietólogos en particular-, cayó el Muro de Berlín y con él esa falsa sensación de estabilidad que daba el arriba aludido enfrentamiento de medio siglo que a toro pasado podría decirse que tenía más del chiste del dentista y el paciente que de otra cosa.
Tres años más tarde, en 1992, el politólogo Francis Fukuyama publicó un polémico ensayo titulado ‘El fin de la historia y el último hombre’, en el que argumentaba que la evolución ideológica de la humanidad había alcanzado su punto final, puesto que, tras el colapso de la URSS, prevalecería en el mundo por los siglos de los siglos la democracia liberal de los vencedores.
También se equivocó Fukuyama al no tener en cuenta que un mundo estático no sería más que un mundo muerto
En 1992 Fukuyama no podía prever el alcance de las entonces incipientes fuerzas de la globalización, la revolución digital, el despertar de China, el dramático avance del islam, los atentados de 11-S, el calentamiento global, la quiebra de Lehman Brothers, el Brexit, Donald Trump y tantísimas cosas más, como, sin ir más lejos, la galopante desigualdad que va camino de convertirse en un peligro para la democracia incluso más potente que todos los misiles soviéticos juntos.
También se equivocó Fukuyama al no tener en cuenta que un mundo estático no sería más que un mundo muerto. La vida, si es algo, es movimiento, cambio, evolución. Hasta un objeto tan aparentemente inerte como una piedra está compuesta de átomos cuyas partes y partículas, igual que el universo, están en constante movimiento.
A su creación en 1945, el número de estados miembros de las Naciones Unidas se estableció en 51. En 1989, el año del Muro, era 159. Suman en la actualidad 193, de los cuales 123 son democracias (o casi). Visto así, cabe preguntarse si las fuerzas que mueven el mundo no tendrán más de centrífugas que de centrípetas.
El ascenso de los nuevos populismos podría acelerar aún más la fragmentación de los viejos Estados nación. Si pudiéramos ver el mundo bajo la lente de un microscopio del mismo modo que examinamos, digamos, una muestra de queso, veríamos que ambos de asemejan a un hervidero de gusanitos que, se mire cómo se mire, es una imagen poco alentadora.
El conflicto norte-sur también se evidencia a nivel europeo, sobre todo a partir de la crisis griega, pero se observa en Italia, Bélgica o incluso la propia Alemania
Al cabo de más de 40 años de convergencia con la UE, los británicos –algunos de ellos- han decidido irse por su cuenta, seguramente bajo la equivocada idea de que podrán resucitar la Commonwealth o de que gozan de una relación especial con Estados Unidos.
Pero resulta que aun antes de consumar el Brexit y por mucho que digan, ya les ha explotado en la cara el cada vez más enrevesado contencioso sobre la frontera del Ulster con la República de Irlanda. Los nacionalistas eurófilos escoceses volverán a plantarle cara a Westminster; ya soplan vientos de cambio en Gales; los gibraltareños no quieren ser ciudadanos de segunda; Australia, Nueva Zelanda y Canadá, cuyo Jefe de Estado es el monarca británico de turno, podrían, en un cercano futuro, cortar amarras con la metrópoli; incluso podría producirse un conflicto abierto entre el empobrecido norte postindustrial de Inglaterra y Londres y el próspero sur liberal que lo rodea.
El conflicto norte-sur también se evidencia a nivel europeo, sobre todo a partir de la crisis griega. Asimismo, en Italia (como se ha visto en las recientes elecciones), Bélgica o incluso la propia Alemania. La herida de Kosovo sigue abierta. Hungría, Polonia y la República Checa se inclinan peligrosamente hacia la derecha autoritaria. Chipre sigue partido por la mitad. Alambradas con cuchillas supuestamente protejan Melilla y Ceuta de la invasión de las hordas africanas. La guerra en Siria se eterniza. La Turquía de Erdogan se infla de renovadas ambiciones otomanas. Irán sueña con renacer nuevamente convertido en Persia. Putin es el nuevo zar de todas las Rusias; Xi Jiping, el nuevo emperador de China. Austria, que codicia sus antiguas posesiones, ha ofrecido la doble nacionalidad a los ciudadanos de habla alemana del Alto Adigio.
Nadie veía venir el colapso de la URSS ni que después de Obama llegaría Trump; ¿acabarán reunificándose contra todo pronóstico las dos Coreas?
Tampoco se escapa España de las fuerzas centrífugas. Si algún día Euskadi declarara su independencia de la Corona española, lo primero que haría sería reclamar Navarra y un pedazo de Francia. Un República de Catalunya no sería más que el primer paso hacía la consolidación de los Països Catalans, como no paran de afirmar en voz alta los cuperos.
En fin, más vale que nos abrochemos los cinturones. Porque todo indica que habrá turbulencias. Aunque quién sabe. Nadie veía venir el colapso de la URSS. Hasta la víspera del crac de Lehman Brothers, las agencias de calificación le daban un ‘AA’. ¿Quién iba a decir que después de Obama vendría Trump o que en Francia ganaría Macron? ¿Acabarán reunificándose contra todo pronóstico las dos Coreas como hicieron en su día las dos Alemanias?
La vida, además de movimiento, es, y conviene no olvidarlo, gloriosamente impredecible. Es lo bueno que tiene. Pero también lo malo. Aun así, al dirigente se le pide que sea predecible, sin que ello signifique que emule a don Tancredo, máxime cuando comparte plaza con un marmolillo, que diría Felipe González. Cuando esto ocurre, el único que se muere es el público. De aburrimiento.