Mientras recorría Francia en vísperas de la Revolución, el escritor inglés Arthur Young quedó impresionado por la ingente cantidad de medidas con las que se topó en su viaje: “No sólo difieren en cada provincia, sino en cada región y casi en cada población”, se quejó. Y no le faltaba razón, pues se calcula que, detrás de sus 800 nombres, se escondían entonces nada menos que 250.000 valores distintos de pesos y medidas.
Tamaña diversidad era un obstáculo para la comunicación y el comercio, además de un vehículo para la corrupción, lo cual no pasó desapercibido a los eruditos ilustrados. Éstos convinieron en la necesidad de unificar los pesos y las medidas de los países que intercambiaban mercancías e ideas científicas entre sí y no tardaron en formular propuestas para hacerlo. Plantearon, por ejemplo, vincular la unidad de longitud a la oscilación de un péndulo durante un segundo, una vieja idea de Galileo. Mayor fortuna tendría el italiano Tito Livio Burattini, el primero en sugerir que se denominara “metro”–en griego, “medida”– a esa unidad.
Al principio, los ilustrados no fueron muy optimistas acerca de sus posibilidades de éxito. Aunque se lamentaban del desbarajuste de pesos y medidas, a Diderot y D’Alembert, los autores de la famosa Enciclopedia, les parecía que “no tenía remedio”. Pero el estallido de la Revolución francesa les brindó una oportunidad única de librarse del peso de la tradición y rehacer el mundo sobre sus nuevos principios.
El 4 de agosto de 1789, tres semanas después de la toma de la Bastilla, la nobleza perdió sus privilegios, entre los cuales se hallaba el derecho a controlar los pesos y las medidas locales. Como respuesta, se produjo un aluvión de propuestas ciudadanas para proceder a su reforma. Meses antes, el astrónomo más destacado de Francia, Jérôme Lalande, había instado ya a uniformizar los sistemas de medición de un modo muy sencillo, haciendo obligatorias en todo el país las medidas de París.
En cualquier otro momento, la propuesta de Lalande habría podido prosperar. Pero aquel era un tiempo excepcional y, como señaló Talleyrand, la adopción de las medidas parisinas no hacía justicia a la importancia de la cuestión ni a “las aspiraciones de hombres ilustrados y rigurosos”. Así, el político reclamó a la Asamblea que la unidad básica de medida se extrajera de la Naturaleza, pues sólo de este modo podría ser, en palabras de Condorcet, “para todos los pueblos y para siempre”.
Un invento sublime
En el debate que siguió se perfilaron las características del futuro sistema de medición. Sus diversas unidades (de longitud, superficie, peso, etc.) tendrían que estar relacionadas entre sí, y todas se dividirían de acuerdo con una escala decimal. En cuanto al nombre, la unidad básica se llamaría “metro” –”un nombre tan expresivo que yo casi diría que es francés”, exclamó el matemático Auguste-Savinien Leblond–, mientras que sus divisiones se señalarían con prefijos latinos (decímetro, centímetro, milímetro) y sus múltiplos, con prefijos griegos (decámetro, hectómetro, kilómetro). Cuando se aprobó la propuesta, el químico Lavoisier sentenció: “Nada más grande ni más sublime ha salido de las manos de los hombres que el sistema métrico decimal”.
Sus diversas unidades (de longitud, superficie, peso, etc.) tendrían que estar relacionadas entre sí, y todas se dividirían de acuerdo con una escala decimal
La Asamblea y la Academia de Ciencias crearon una Comisión de Pesos y Medidas para que fijara la unidad básica del sistema. Formaron parte de ella algunos de los científicos más destacados del momento, como el geómetra Gaspard Monge, el astrónomo y matemático Pierre-Simon Laplace o el filósofo y matemático Nicolas de Condorcet. Su primera tarea fue responder a una pregunta crucial: ¿De dónde iba a salir ese “metro”? Tras estudiar varias posibilidades, se resolvió que dicha medida se basaría en una diezmillonésima parte de la distancia del polo norte al ecuador. Y ésta, a su vez, se determinaría midiendo el meridiano que iba de Dunkerque a Barcelona pasando por París. La medición se encargó en 1792 a los astrónomos Jean-Baptiste Delambre y Pierre Méchain, que en junio partieron desde París en direcciones opuestas con el objetivo de medir ese sector del meridiano. En 1799 volvieron victoriosos y el 10 de diciembre se adoptó en Francia el sistema métrico decimal.
Napoleón Bonaparte, flamante primer cónsul de la República, proclamó: “Las conquistas van y vienen, pero este logro permanecerá para siempre”. Fue un triunfo de la ciencia en tiempos convulsos, pero esa victoria no se trasladó de inmediato a la sociedad francesa. Las costumbres estaban muy arraigadas y se siguió comerciando con las viejas unidades. La política del gobierno imperial resultó impotente ante la inercia y acabó cediendo. El 12 de febrero de 1812, en medio de los preparativos para la campaña rusa, Francia adoptó las “medidas habituales”. La unidad de medición oficial seguiría siendo el metro, pero las medidas de uso común se aproximarían a las del París del Antiguo Régimen. La longitud, por ejemplo, se mediría con la toesa, antes de 1, 949 y ahora, de dos metros.