A finales de 1958, Ludwig Mies van der Rohe fue recibido por “al menos 100 arquitectos” en el aeropuerto de México. La mano derecha del arquitecto alemán, Gene Summers, viajaba con él en el avión y así recordó el episodio muchos años después en un correo electrónico enviado al investigador Salvador Lizárraga Sánchez. “El señor Bosch lo debe de haber arreglado”, escribió Summers. Mies llegaba a México para conocer los terrenos donde se construirían las oficinas que estaba diseñando para la destilería Bacardí, comisionadas por el presidente de la empresa entonces, José María Bosch. Del paso de Mies por el país, apenas hay documentos o fotos. Por eso, algunos creen que en realidad nunca pisó México. Quedó la obra, un pabellón de dos plantas cerrado al público general. EL PAÍS ha visitado el único edificio del arquitecto alemán en Latinoamérica.

“Mi oficina ideal es aquella en la que no existen divisiones, en la que todos, tanto jefes como empleados, se ven unos a otros”, escribió Bosch, presidente de Bacardí entre 1944 y 1976, cuando encargó a Mies la construcción de las oficinas de la compañía en México. “No sé si esté de acuerdo con una disposición como esta”, consultó el empresario. Mies tuvo que haberlo estado porque es lo que diseñó para los terrenos de la compañía en el municipio de Tultitlán, un polo industrial del área metropolitana de Ciudad de México. La realización fue supervisada a distancia por el arquitecto durante el año que duraron las obras.

El edificio es un prisma oscuro que flota a metros de una carretera frenética. Se trata de una construcción en dos plantas hecha de acero, vidrio y mármol travertino mexicano. Un espacio inmaculado que pide silencio y distancia; una composición limpia y geométrica. Mies cerró la planta baja con paneles de vidrio que permiten ver hacia el exterior en todas las direcciones. En el centro, puso dos escaleras que suben simétricas hacia el segundo piso. Allí están los escritorios –sin muros, como quería Bosch–, algunas salas de reunión y un pequeño bar.

Interior de las oficinas de Bacardí en Tultitlán.


QUETZALLI NICTE HA
El arquitecto y crítico Miquel Adrià señala que la obra tiene “todo lo que se espera de un edificio de Mies”: “La estructura de acero vista, la planta baja libre. La altura es muy miesiana y los barandales de las escaleras”. “Él decía que no puedes inventar la arquitectura cada lunes por la mañana. Es un modo de decir: ‘Yo hago la arquitectura que hago y esa es la que sé hacer”, señala Adrià. El arquitecto, sin embargo, apunta a una particularidad de este edificio: “Mies llegó a hacer dos tipologías muy claras, la torre y el pabellón. La diferencia entre ambas está en los elementos estructurales. Este parece un pabellón, pero si lo ves en planta entraría en esa tipología distinta que es el edificio vertical”.

Cuando Bosch encargó la obra a Mies, el alemán era ya un icono de la arquitectura modera obsesionado con construir. Había diseñado el Pabellón de Alemania en Barcelona, considerado por muchos su obra maestra; había dirigido la Bauhaus, la escuela que fundó las bases del diseño moderno; estaba viviendo en Estados Unidos, donde ya había levantado la casa Farnsworth cerca de Chicago, la vivienda más prestigiosa del siglo XX y, sin embargo, inhabitable. Había, además, popularizado una máxima que condensa su filosofía. La sentencia “menos es más”, escriben Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez Marcos en Vidas construidas, “ha servido muchas veces de panacea para resolver las contradicciones de una obra tensa, compleja, poliédrica y hasta ambigua, es decir, inmensamente rica”.

Bosch buscaba expandir internacionalmente la marca y la arquitectura era un medio para conseguirlo. Casi al mismo tiempo que encargó el edificio de Tultitlán, el empresario pidió a Mies una sede para su centro de operaciones en Santiago de Cuba, donde la destilería se había fundado en 1867. Era un diseño ambicioso resuelto en una sola planta que llegó a ser portada de casi todas las revistas de arquitectura. Pero con la Revolución Cubana y la nacionalización de los activos de la empresa, Bacardí se fue de la isla y el edificio nunca se hizo. Para algunos, fue el diseño no construido más famoso de la modernidad. Años después, se recuperó para la Neue Nationalgalerie de Berlín, que Mies inauguró en 1968, poco antes de morir.

Foto de archivo del exterior de las oficinas de Bacardí.


En el país caribeño, lo único que quedó de la destilería fue el edificio Bacardí, el primer rascacielos de la isla, construido en la década de los treinta. “La empresa siempre consideró la arquitectura parte de su storytelling”, contó el arquitecto Allan T. Sulman en la presentación del libro Building Bacardi: Architecture, Art & Identity, en el que investiga el legado de la marca en la disciplina durante el siglo pasado en América. En el libro, Sulman analiza obras ideadas para la firma por creadores que “desafiaron la forma de hacer arquitectura corporativa”. “Bacardí nunca definió el estilo. Todo lo contrario, fueron muy arriesgados”, opinó el académico.

En Tultitlán, el edificio de Mies convive con construcciones del arquitecto español Félix Candela, que se exilió a México en 1939 y construyó la mayoría de su obra en el país. Dentro de las 30 hectáreas de la ronería en el Estado de México, el arquitecto madrileño, 24 años más joven que Mies, diseñó tres edificios: la planta de embotellado, el comedor para empleados y las bodegas de añejamiento. Los tres son estructuras ligeras de concreto con cubiertas en forma de paraboloide hiperbólico o paraguas invertidos inauguradas antes de 1971.

“Un afortunadísimo contraste”, valora Adrià, “entre el rigor geométrico de Mies –la caja negra con estructuras de acero– y las formas más sinuosas y orgánicas de las cubiertas de Félix Candela en concreto”. Adrià, que desconoce si ambos llegaron a coincidir y comentar sus proyectos, aclara que a finales de los cincuenta, Candela no tenía “el mismo nivel” que Mies. “Con el paso del tiempo lo podemos ver como un diálogo, pero en ese momento Candela era simplemente alguien que resolvía un problema. [La suya] no era una obra de autor todavía”.

Interior de la planta de envasado, diseñada por Félix Candela.


Una obra poco conocida
El único edificio de Mies van der Rohe en Latinoamérica no es demasiado conocido fuera de los círculos expertos. Salvador Lizárraga Sánchez aventura una hipótesis sobre el motivo en su investigación: “Seguramente se debe en gran medida a que él mismo, a lo largo de toda su carrera, indicó a la crítica, discreta pero firmemente, de cuáles edificios se debía de hablar y de cuáles no”. Solo en la última década, la empresa se ha dedicado más activamente a difundir la obra y ahora, cada año, llegan a recibir alrededor de 5.000 visitantes que acceden solo con invitación.

En 2019, la multinacional inició obras de “revitalización” del edificio para “llegar otra vez a los colores originales con los que abrió”, explica Carlos Felici, que gestiona el área de Asuntos Externos de la compañía. “Todos los negros están aplicados, todo el mármol está perfectamente pulido, el color camello de los paneles [de madera] está llevado a la condición original”, precisa el ingeniero durante un recorrido por la planta. La dinámica un día de semana es la de cualquier oficina, salvo que los empleados no pueden llevar alimentos o bebidas a sus escritorios.

Con los años, la compañía ha hecho algunas modificaciones al diseño original. En la planta baja, por ejemplo, se añadieron salas de reunión vidriadas que se pueden desmontar. Aunque algunos sillones originales se conservan, la mayoría del mobiliario –escritorios, sillas, cortinas– se ha cambiado. Adrià señala que también “aparecieron algunos aparatos de aire acondicionado en la azotea poco amigables con la estética de Mies”. El arquitecto opina que los cambios “no son afortunados, pero tampoco demasiado graves”. “Ha habido épocas en las que daba un poco de pena, los directores no tenían idea lo que era un edificio de Mies. Ahora, si no lo entienden, al menos lo respetan”, apunta el crítico. “La buena noticia”, dice, “es que ha sobrevivido”.