El ser humano, que alguna vez se encontró en movimiento constante cuando era cazador y recolector, ahora se mueve cada vez menos.
En un principio, esta tendencia se vio como progreso: transferirles nuestro trabajo pesado y peligroso a los animales, y luego a las máquinas, permitió que cada vez más personas vivieran más tiempo.
Hasta hace poco, en la década de los cincuenta, los médicos aún consideraban que el ejercicio era peligroso para las personas mayores de 40 años; para las enfermedades cardiacas, que en ese entonces eran la principal causa de muerte en Estados Unidos, los médicos recetaban descanso absoluto.
Esto se sustentaba en parte en su concepto de lo que era el “ejercicio”: los primeros fisiólogos realizaron estudios en sus alumnos de licenciatura (por lo general hombres jóvenes) o en soldados y, para estar más en forma de lo que ya estaban, estos sujetos tenían que entrenar arduamente. “El mantra decía que tenías que ir a un gimnasio y hacer actividad física de alta intensidad”, comentó Abby C. King, profesora de Medicina, así como de Investigación y Políticas de la Salud en la Universidad de Stanford: “El fenómeno de ‘el que quiera azul celeste que le cueste’”.
Esa noción comenzó a cambiar con la publicación de Aerobics de 1968, de Kenneth Cooper, un médico de la fuerza aérea que argumentó que cualquiera podía tomar medidas para evitar las enfermedades cardiovasculares con ejercicio “aeróbico” frecuente, como nadar o trotar, el cual aumenta la frecuencia cardiaca y la oxigenación, lo cual “mejora la condición general del cuerpo” y, por lo tanto, “construye una barrera protectora contra muchas formas de enfermedades y padecimientos”.
No obstante, fue difícil distinguir si la actividad física hacía que las personas fueran más sanas o si las personas sanas eran más proclives a mantenerse activas. En un estudio fundamental publicado en 1989, Cooper y sus colegas trataron de abordar este problema al considerar la aptitud física de los participantes, una medida determinada mediante la evaluación de su desempeño en una prueba en caminadora.
Se cree que ese es el primer estudio a largo plazo de hombres y mujeres que demostró que a mayor nivel de aptitud física de una persona, menor era el riesgo de mortalidad, en especial debido a una enfermedad cardiovascular y el cáncer; sin embargo, notaron que la aptitud física no es lo mismo que la actividad física, que es la cantidad de movimiento que realiza una persona a lo largo de su vida diaria.
La única manera que tenían los investigadores de conocer este último factor era pidiéndoles a las personas que describieran su conducta, un método mucho más impreciso que medir su capacidad cardiovascular en un laboratorio.
Al no tener una forma objetiva de medir cuánta actividad realizaban las personas era difícil observar la gama completa de beneficios que esa actividad aportaba a su salud. Hasta 2008, era habitual que el gobierno federal de Estados Unidos ofreciera recomendaciones para mejorar la actividad física como parte de sus pautas oficiales de régimen alimentario, como una forma de equilibrar la ingesta y el gasto de energía.
Sin embargo, para ese año, cuando el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos publicó sus primeras recomendaciones de actividad física, ya había pruebas abundantes de que a mayor actividad de “moderada” a “vigorosa” reportaban las personas (como caminar a paso rápido o rastrillar las hojas del jardín), menor era el riesgo de que padecieran diabetes, ciertos tipos de cáncer o enfermedades cardiovasculares.
Ahora, el departamento incluye al alzhéimer, la depresión, la ansiedad y el insomnio, y recomienda a los adultos realizar al menos 150 minutos a la semana de ejercicio de moderado a vigoroso.