“Hay una especie de nube amarilla verdosa rodando por el suelo en el frente, que se está acercando…”, avisó el encargado del periscopio que vigilaba las líneas alemanas en una de las trincheras de los británicos en la Primera Guerra Mundial.
Las condiciones eran perfectas para un ataque de gas enemigo; una ligera brisa que soplaba de la dirección de los británicos.
En el enfrentamiento bélico entre la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia, a los que se unieron entre otros Bélgica, Italia, Portugal, Grecia, Serbia, Rumanía y Japón) y las potencias centrales de la Tripe Alianza (el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro, apoyados por Bulgaria y Turquía) las tropas tuvieron que aprender qué era eso que se estaba acercando.
Desde 1915, se habían estado usando gases químicos rutinariamente en la guerra de trincheras, horrorizando a los soldados más que cualquier arma convencional.
Y en 1917 el gas mostaza hizo su debut.
¿La muerte es la muerte?
El gas mostaza era apenas uno de los gases que se había convertido en arma en el Instituto Kaiser Wilhelm bajo la dirección del prestigioso químico Fritz Haber, quien más tarde recibiría el Premio Nobel en Química.
Haber estaba casado con la también química Clara Immerwahr, quien le rogaba incesantemente que dejara de trabajar en armas químicas.
Para él, no obstante, era una manera eficiente de guerrear, y no le parecía que fueran armas particularmente inhumanas: al fin y al cabo, decía, la muerte es la muerte, no importa cómo se inflija.
Furioso, denunció a su esposa como traidora.
Veneno para células malignas
El cáncer ocurre como resultado de mutaciones de las células de ADN.
Esas mutaciones genéticas promueven un exceso de crecimiento celular o remueven las salvaguardias que limitan la división celular.
En cualquier caso, la célula empieza a dividirse incontrolablemente.
Una de las células que es particularmente propensa a mutar es el leucocito, o glóbulo blanco.
Goodman y Gilman pensaron que si el gas mostaza podía destruir glóbulos blancos normales, quizás podía también destruir las malignas.
Valía la pena probar.
J.D.
Tras tener éxito en pruebas con animales, buscaron un voluntario humano con cáncer de los glóbulos blancos.
Encontraron un paciente con un linfoma avanzado, a quien sólo se le conoce por las iniciales J.D.
J.D. era un inmigrante polaco en EE.UU. de algo más que 40 años de edad, que trabajaba como obrero metalúrgico.
Estaba plagado de cáncer y tenía un tumor enorme en su mandíbula, que no le permitía tragar ni dormir. Tampoco podía cruzar sus brazos, pues los ganglios linfáticos bajo sus brazos eran demasiado grandes.
Sus doctores trataron de aliviarlo con todo lo que pudieron pero la prognosis no era buena: “la perspectiva del paciente es totalmente sin esperanza con el tratamiento actual”.
La única esperanza
Sin ninguna esperanza, JD aceptó la medicina experimental basada en el gas mostaza.
Las notas registran que a las 10:00 am del 27 de agosto de 1942 le pusieron la primera inyección de lo que llamaron “químico linfocida sintético”, pero que era, de hecho, mostaza nitrogenada.
Debido a la guerra, hasta el tratamiento era secreto, por eso no nombraban la droga en los registros: la anotaban como “sustancia X”.
JD recibió varios tratamientos usando X y con cada uno se fue mejorando poco a poco. Ya podía dormir de noche, tragar, comer y estaba mucho más cómodo.
El dolor se volvió mínimo y él estaba absolutamente encantado.
La dosis correcta
Aunque en ese entonces aún no se entendía bien, la mostaza nitrogenada funciona porque une el ADN de las células que se dividen, y eso dispara su mecanismo de autodestrucción.
Era la primera vez que se usaba una droga para tratar el cáncer, un gran momento en la historia de la medicina.
Se trataba del principio de lo que hoy conocemos como quimioterapia.
Una historia que había empezado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, llevó a hallar el mecanismo básico que todavía usan todas los medicamentos quimioterapéuticos.
Con la dosis correcta, se puede matar el cáncer sin matar al paciente.