El término «celta» ha sido cuestionado en las últimas décadas, dado que se originó a partir de una teoría lingüística del siglo XIX, la cual subordinó la arqueología a la filología y, como denunció Tolkien, se llenó con proyecciones nacionalistas y mitos románticos. A la vez, una crítica exhaustiva de las sesgadas fuentes clásicas y los aportes de nuevos datos arqueológicos han puesto en entredicho los pocos testimonios «célticos» que nos han llegado.

No obstante, los pueblos que, desde los escritos de Hecateo de Mileto y Heródoto de Halicarnaso —s. VI a.C.—, se identifican como keltoi en griego o celtae en latín y que habitaban la Europa de la Edad de Hierro entre Iberia y el alto Danubio, del Rin al Po, sí comparten una serie de rasgos en común: los orígenes de su lengua y mitología, su vocación guerrera o su sociedad estratificada, técnicas metalúrgicas o trazos urbanísticos, rituales fúnebres y cosmología religiosa, así como ciertos personajes y acciones consignadas a la posteridad por autores griegos y romanos.

Aunque los estudios históricos sobre los celtas han aumentado desde mediados del siglo XIX y buena parte del xx, esta cultura no deja de ser un misterio.

Los celtas de los libros

Por ejemplo, los menciona el navegante y explorador Piteas de Masalia —quien se topó con las misteriosas islas de los albiones y los ierne—; Platón, en tanto, critica su vicio por el vino y Aristóteles su afición homosexual —confirmadas, más tarde, por el amplio retrato de los celtas que hizo Diódoro de Sicilia—; se relata en los mitos que descienden de Polifemo y Galatea, o bien, de Celto, hijo de Hércules y Celtina, hija del rey Bretanno —o Británico—. Lucano o Tácito los elogian como «nobles salvajes» que habrían de servir de modelo a los romanos, dados a la molicie; se equipara a sus druidas con los filósofos ascetas seguidores de Pitágoras; historiadores como Polibio, Pausanias o Tito Livio refrendan los temores y prejuicios contra estos fieros «bárbaros»; mientras que Posidonio de Apamea o Julio César, que vivieron entre ellos, nos han dejado los estudios etnográficos más ricos y equilibrados de los que disponemos.

Pero no fue sino hasta bien entrada la modernidad, con la edición, traducción e impresión de numerosas fuentes clásicas, la primitiva arqueología, el método histórico-crítico, los inventos y recopilaciones literarias —como el Táin Bó Cúailngeo ‘Robo del toro de Cuailnge,’ que data de los siglos XI al XIV—, o los mitos nacionalistas —impregnados de no poco imperialismo paneuropeo, o bien, tufo antigermánico—, que los «celtas» entraron en los libros de historia europea, casi al mismo tiempo que se erigían monumentos heroicos a Vercingetórix en Francia, Viriato en España, o Boudica en Gran Bretaña, ya en el siglo XIX.

Los celtas son su idioma

No obstante, entre las varias teorías actuales sobre el origen de los pueblos célticos, el arqueólogo y celtólogo Barry Cunliffe defiende la del surgimiento de una lingua franca entre pueblos indoeuropeos más o menos relacionados por un sistema de intercambio comercial y cultural en la franja atlántica de Europa, que se fueron expandiendo hacia el centro del continente entre el Neolítico y la temprana Edad de Bronce. Dicho sistema civilizatorio alcanzó su apogeo con la entrada en escena de navegantes y colonos fenicios —s. X a. C.—, antes de escindirse entre los pueblos célticos de la Península Ibérica, que se «mediterraneizaron» —allí aparecen las primeras inscripciones célticas, en caracteres fenicios—, y los del norte, que siguieron desarrollándose por su cuenta —en especial, en las lejanas Hibernia y Caledonia —las actuales Irlanda y Escocia—, adonde nunca penetraron los romanos.